Una beca y una llamada

Al volver hacia mi casa, comenzaba a atardecer. Di un rodeo para bajar por San Felipe, una bonita calle inclinada y estrecha, de pequeñas casas antiguas restauradas con buen gusto. Desde el fondo, un sol rojo y achatado que se esconde por el occidente las teñía de ocres, naranjas y amarillos. De repente mi mirada se detuvo en alguien que, por un instante, me recordó a Don Alberto, muerto hacía años. Pero era su hijo, Alberto, el que fuera mi gran amigo. Pero esa amistad, también había muerto. ¡Dios santo, como ha envejecido! me dije. Estaba sentado en la minúscula terraza de un pequeño bar de esos que consiguen colocar tres o cuatro mesas –ayuntamientos insaciables– en la acera, con manteles de papel que vuelan al paso de los coches a unos centímetros de los parroquianos. Miraba su taza de café sin mover la cabeza. Pensé dar media vuelta y alejarme. ¿Qué nos podemos decir a estas alturas? pero decidí saludarlo. ¡Pelillos a la mar! decía el cuento popular español con el que hace tiempo jugaban los niños arrancándose un pelo y tirándolo al mar:

–¿Adónde va ese pelo?

–Al viento.

–¿Y el viento?

–A la mar,

-Pues ya la guerra está acabá.

Guerra de perdedores, pensé, dos infelices por causa de quien ya no estaba.

Al acercarme lo pude ver mejor. Él elevó sus ojos empequeñecidos entre dos círculos oscuros sin alzar la cabeza cubierta por retales de pelo ralo y casi blanco. Al reconocerme enderezó el cuello y entornó la boca. Se levantó de la silla despacio sin dejar de mirarme. Su cara se había endurecido por la delgadez y sus relieves apenas escondidos por la barba de varios días. Su desaliño y una leve inclinación de fatiga en su alta y esbelta figura, me produjeron desazón y tristeza. Casi irreconocible ahora, la imagen de nuestro último encuentro años atrás se me apareció como otro ser, hermoso, fuerte, poderoso y triunfador. Apartó la silla para salir de ese mínimo espacio tendiéndome su mano que estreché:

–¿Qué tal, Alberto?

–¿Quieres sentarte, Santi? me dijo.

Hubo un entreacto de silencio entre el saludo y lo que hubiera de llegar después, sin tensión, pero con desgana y abatimiento. Me senté.

–¿Lo sabes verdad? me dijo Alberto.

–¿La muerte de Paula? Sí, poco después de volver de Canadá me dijeron que había muerto.

–¿Solo eso?

No entendí bien el significado de esas dos palabras, pero recordé que cuando supe de su romance, pedí a amigos y familiares que no me hablaran de Paula ni de Alberto. Entonces creía en el bálsamo del silencio o la ignorancia, pero los males de amores se pasan. Solos o acompañados.

–Tampoco he preguntado detalles, ni antes ni a mi vuelta. Ya no era mi novia, tú me la robaste en mi ausencia.

Se lo solté, pero con una manifiesta falta de convicción. ¡Qué majadería he dicho!

–Se roba un cuadro o una joya Santi, o dinero, pero no una mujer. La mujer puede elegir una joya o a un hombre. Te fuiste con una beca de tres meses a ocho mil kilómetros de Paula y te quedaste tres años antes de volver para marcharte otra vez. Paula se hartó de ti, nos buscamos y nos encontramos. Eso fue todo, no fuimos culpables, ni tú tampoco. Firmaste un papel pidiendo una beca y te la concedieron. Ahí cambió el rumbo de nuestras vidas.

Como un reflejo condicionado de palabras huecas, insistí en mi acusación.

–Pues tú debiste apartarte de su camino y ella podría haber hecho un viaje a Canadá para verme.

–Déjate de sofismas, Santi, sabes que ella no podía ir a Canadá. No había cumplido los dieciocho cuando te fuiste y nosotros veintimuchos. ¿Y tú qué, no hubo nadie en tu vida en ese tiempo?

–Sí, claro, cuando me dijo que estaba contigo.

–Ya, añadió Alberto.

Su lacónica respuesta me hizo reflexionar. Aunque habían pasado años, creía recordar que conocí a Charlize poco después de llegar a Toronto. En realidad, estaba casi seguro, como también que me gustó desde el principio. Era un arquetipo de mujer anglosajona desconocida para mí hasta entonces, de mi edad y llena de contrastes con Paula, casi una adolescente cuando me marché, muy guapa, de pelo y ojos negros, y un cuerpo perfecto recién salido del horno. Un pibón se decía. Tal vez la descuidé y entonces apareció ese fuego azul y rubio, sin otro dueño que su libertad sin excepciones, y que llegó y se extinguió de una forma muy natural e indolente, como si estuviera pactado desde el principio. Después hubo otras, pero yo ya pensaba en Paula. La intriga de su final me había calado y quise conocerlo.

–¿Y cómo murió? alguien me dijo que fue un accidente ¿no? pregunté por fin.

Alberto me miró con condescendencia:

–¿Quieres saberlo?

–Te lo acabo de preguntar.

–No te va a gustar.

–Pero quiero saberlo

–Vale, te lo contaré: ¿Recuerdas a Alfredo, el gordito que siempre se nos acoplaba?

–Sí, un tipo listo y también loquito por Paula.

–Sí, ese. Actualmente es el Comisario jefe, con mucho poder. Hizo Derecho como recordarás y ha llegado opositando hasta ahí. Es un tipo muy válido.

–Le perdí la pista ­–dije– ¿y qué tiene que ver con la muerte de Paula?

–Pues verás, durante un tiempo, Paula sufrió el acoso de un desconocido. Fui a ver a Alfredo y me aseguró que se encargaría de todo personalmente. Sufrió anónimos, llamadas, seguimientos, de todo. Una vez consiguió llegar a ella, pero pudo escapar. Gritó fuerte y él huyó asustado. Siempre llevaba el rostro cubierto. Nunca cayó en las trampas de la policía. No se lo pudo atrapar hasta que fue tarde.

–¡¿Cómo?!

–Me dan ganas de darte un periódico porque veo que no sabes nada. Te resumo lo ocurrido: una tarde, casi de noche, su acosador forzó la puerta de la casa de la playa de su madre, donde vivía sola: la golpeó, la dejó inconsciente y desde allí llamó a Paula haciéndose pasar por uno del Samur. Le comunicó que su madre había sufrido un ictus y que los vecinos les habían avisado. En otra llamada previa él se aseguró de que yo no estaba con ella: simuló ser un paciente mío y Paula le dijo que estaba fuera atendiendo una urgencia. Nunca salía sola de noche, pero ese día no lo dudó. Él la esperó escondido y al llegar y bajar del coche la atrapó e intentó violarla, pero hubo una lucha con gritos que alertaron a los vecinos. Se encendieron luces y él tras apuñalarla y creerla muerta, huyó despavorido. Infelizmente lo estaba. Alfredo, desencajado, juró que lo atraparía vivo o muerto. Nunca he sabido cómo, pero consiguió que al día siguiente saliera en todos los medios de comunicación una crónica en la que los médicos esperaban la recuperación de Paula para reconocer a su agresor. Cuando llegó la policía comprobaron que Paula tenía en su mano el pasamontañas de su asesino. Yo autoricé que la mantuvieran en la morgue. No se equivocó Alfredo: dos días más tarde su acosador y asesino entró disfrazado de enfermero al box donde yacía, camuflada con tubos y sueros, una muñeca a la que no tuvo tiempo de ver. Lo confesó todo. Aquella noche en efecto, me retrasé porque tuve que atender una llamada urgente: un paciente mío acababa de sufrir un ictus.

Un largo silencio cayó sobre los dos con la noche.

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