Un día de calma
Quince minutos antes, tal vez veinte, dormía la siesta en la playa, a la que llegué con Ignacio en la Zodiac del barco .Me despertó un ruido que no reconocí. No vi a nadie a mi alrededor, pero sí a la lancha adentrarse sola lentamente hacia el mar. Sin pensarlo, fui tras ella.
Cuando comencé a nadar para recuperarla, parecía algo sencillo y refrescante. Pero no lo era, y cuando fui consciente de ello, estaba lejos de todo. La barca se movía a mayor velocidad que yo y sin cansancio. No conseguía acercarme y exhausto, al cabo de un tiempo incalculable pero corto, tuve que parar. Me estaba quedando sin fuerzas. No podía gritar porque tenía poco aire en mis pulmones, apenas para respirar y, con mínimos movimientos, mantenerme a flote. Seguía tragando agua con los esfuerzos.
El cielo era rabiosamente azul. Una calma apática en un mar sin apenas olas, me permitía ver flotar mi sombrero de tela, castaño con una cinta negra en la copa, cada vez más alejado de mí siguiendo el rumbo de la Zodiac. Un leve y maldito soplo, la arrastraba mar adentro como una tortura, con nuestras toallas y teléfono móviles. Aparentemente cerca, el barco era inalcanzable para mis fuerzas e inútiles gritos.
Ahora, con mis jadeos, inhalaba poco aire, poco oxígeno. Estaba seguro de que no podría volver a la playa ni llegar al barco. Es otra barca la que se me acerca, me temo. No pude eludir ese pensamiento. Miraba hacia la playa y veía un desierto de arena blanca y fina para nadie. Tampoco estaba Ignacio. Los otros tres dormirían en cubierta a la sombra del toldo.
–¿Porqué no estaba Ignacio en la playa? Fue él quien propuso la idea.
–Vamos a olvidar nuestros temas personales, Álvaro. Yo me voy a dormir la siesta a la playa. Aquí hace mucho calor. ¿Te animas? me dijo después de comer.
–¿Qué temas personales? pensé para mí, me eligió y punto.
Seguía luchando al borde del agotamiento por mantenerme a flote en esos momentos en los que se abarca lo que en ningún otro es posible. Se agolpaban los recuerdos de los últimos meses en una consciencia aún mantenida en mi cerebro, insignificante entre el cielo y el mar, como un átomo entre dos infinitos.
La llegada de Silvia a nuestro mundo, produjo un descalabro entre los dos. Hasta entonces éramos amigos más sociales que íntimos. Nos enamoramos de Silvia, pero él se acercó primero y no tuvo éxito. Yo tuve más suerte.
La herida de amor de Ignacio, esencialmente el propio, era una úlcera casi visible desde su ego hasta su corazón. Nuestra amistad se deslustró. Silvia procuraba no coincidir con los dos. Ese día se quedó en tierra. Estaría conmigo ahora si hubiera venido, pensé, y yo no me estaría ahogando.
Lo acompañé a tierra, se tumbó a mi lado y me quedé dormido.
La fatiga que dolía, se unió al sueño y me hundí. Tragué una bocanada de agua que me despertó de inmediato. Saqué la cabeza y lo vomité. Tenía visiones borrosas. Intentaba economizar mi escasa fuerza restante para gritar si se presentaba la ocasión, pero se abría paso el desánimo.
–¿Porqué no estaba en la playa cuando tuve que echarme al agua para intentar recuperar la lancha?
–¿Cómo podrían unas olas como papel de fumar, que se disuelven y desaparecen en silencio al llegar a la playa haberla arrastrado con ellas hacia adentro? Yo mismo puse una piedra de buen tamaño sobre el cabo de amarre.
–¿Porqué quiso que lo acompañara a tierra el causante de su dolor?
–Si tú no te hubieras entrometido, me solía decir.
–Si yo no hubiera estado, que no entrometido, tampoco habrías sido tú. Acéptalo y trata de cambiar tu rumbo
–¡Qué estupidez bajar a la playa con él, maldita sea, y dejar a Silvia en tierra!
–No voy a aguantar mucho más. Tengo calambres y me hundo con facilidad. Mi estómago va a reventar y tengo la sensación de que me lleva hacia el fondo. Me mareo. Me va a estallar la cabeza. Prefiero cerrar los ojos.
–¡Qué forma tan tonta de morir! ¡Mis brazos, qué dolor! ¡Casi no veo! ¡Dios, qué ruido! ¡Qué dolor en mis brazos!
Dos pares de manos me sujetaban con fuerza por las axilas, y por la mandíbula y el cráneo. Oí chapotear y que me hablaban.
–¡No te muevas! ¡Estás a salvo! Respira tranquilo, ya ha pasado todo, te vamos a subir a bordo para llevarte a la playa.
Abrí los ojos y pude ver un gran bote neumático con un grupo de submarinistas. Dos me sujetaban en el agua y los demás me subieron a bordo. Boca abajo con medio cuerpo fuera de la barca me provocaron varios vómitos.
–¿Te vas recuperando? ¡Te has salvado por la campana! dijo uno de ellos. Otro sonriendo añadió:
–¡Le debes unos litros al Mediterráneo!
Conseguí esbozar una sonrisa y balbucear:
–Nadie se muere la víspera, dicen en mi tierra. No era mi día, gracias a vosotros. Muchas gracias.
Sonó un aplauso y se abrieron las compuertas de mis emociones acumuladas. Sin poderme contener, mis lágrimas devolvieron algo de mi deuda con el Mediterráneo.
En la playa ya respiraba bien. Mi consciencia estaba de vuelta. El bote grande había salido y traía el nuestro recuperado. Mientras llamaba por teléfono al barco y les contaba lo ocurrido, vi aparecer a Ignacio con cara de asombro. Escuchaba a los submarinistas. Cuando terminé de hablar, me miró:
–¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo ha podido soltarse la barca? ¡Me fui a pasear porque no tenía sueño y me encuentro ahora con esto! dijo.
–Seguro que sé menos que tú al respecto, yo sí me quedé dormido. Me despertó un ruido. No sé lo que fue, pero al mirar no te vi. No comprendo cómo se soltó la Zodiac. Estas olas no pueden haberlo hecho. ¿Se te ocurre algo a ti? le pregunté.
En ese momento llegaban dos de nuestros compañeros en el bote de mis salvadores. Sus preguntas se resumían en una:
–¿Cómo es posible que la lancha se soltara?
–Es lo que yo le preguntaba a Ignacio cuando llegabais, respondí mirándolo.
–Pues me pasa como a todos, no me explico cómo pudo suceder. Lo que está claro, Álvaro, es que eres un hombre de suerte, me dijo con voz corta y rápida.
No me fue posible saber a qué se debía la tensión de su mirada ni el extraño brillo de sus ojos.
Hoy es un frío día de invierno en Madrid. No nos hemos vuelto a ver.