Trillizos
Carlota tenía 23 años cuando se licenció en Farmacia, aunque desde meses antes insinuaba y después afirmaba, que había aceptado una estancia solidaria en una ONG católica de una ciudad de Camboya a 300 km al noroeste de Nom Pen, y a la que se incorporaría un mes después de su licenciatura. Solía contar que su padre no quiso creérselo hasta casi verla partir en el vuelo que la llevaba de Madrid a Bangkok y desde Bangkok a Nom Pen.
En esa ONG vivían en acogida más de cien niños y adolescentes de ambos sexos, con mutilaciones, algunas de hasta tres de sus extremidades, producidas por minas antipersona, y a los que se intentaba integrar de alguna manera en la muy pobre sociedad camboyana, arrasada durante los cuatro años de horror de los jmeres rojos de Pol Pot, que sembró el país de estas terribles minas. Paradójica o ejemplarmente, el portero del recinto de acogida de esta ONG, fue miembro de los jemeres y también sufrió la mutilación de un brazo por una de esas bombas.
Carlota se adaptó en poco tiempo y con entusiasmo a su labor humanitaria. Al cabo de unos meses podía entender lo más básico del jmer, la lengua de Camboya, e incluso comenzaba a hablarla. Al año lo entendía y se expresaba con fluidez. Sus compañeras inseparables Usopía, Macará y Sadá, camboyanas y cooperantes como Carlota, fueron de gran ayuda evitando hablar inglés entre ellas. Esa labor era hacer de todo, porque todo era muy necesario, y porque no había casi de nada y casi todo era importante.
El objetivo era que esa ingente cantidad de niños y adolescentes discapacitados o con severas secuelas y de extracción social muy humilde, pudieran valerse por sí mismos o al menos no ser absolutamente dependientes. Todas ellas también cooperaban con el único hospital público que existía en la ciudad, un hospital muy precario.
A los enfermos se les ingresaban en barracones de camas corridas y sin biombos de separación entre ellas. A un lado de cada una disponían de un infiernillo para que los familiares pudieran preparar la comida del paciente, y al otro una estera donde poder dormir el pariente o acompañante, aunque casi nunca eso era posible. Casi nadie en ese hospital podía abandonar al resto de sus familiares, ni su trabajo si lo tenía, o los medios que habían de improvisarse a diario, para ganar el poco dinero con el que una gran cantidad de familias sobrevivían en Camboya. El hospital tampoco tenía recursos económicos para la medicación que precisaban los enfermos para su tratamiento, que también tenían que costearse ellos mismos.
Una mañana en que Carlota y Usopía estaban trabajando en el hospital civil fueron llamadas para ayudar en una urgencia. Una paciente llegaba en un taxi con su marido tras horas de viaje. Cuando llegaron, el marido pudo con gran esfuerzo sacarla del taxi y sujetarla para que no se desplomara. La mujer llegaba en condiciones deplorables, semi-inconsciente, muy pálida y con un gurruño de telas empapadas de sangre entre sus piernas. Era una mujer nacida en Vietnam y procedente de una de las aldeas fluviales del lago Tonle Sap.
Estas aldeas de casas-barca han sido el hogar de muchas familias que, aún nacidas en Vietnam, son apátridas porque ni Camboya ni Vietnam los reconocen como ciudadanos propios.
Algunas de las personas que se hallaban en la puerta del hospital, familiares, enfermos menos graves, curiosos, mendigos pidiendo una moneda o algo para comer, minusválidos, desamparados de la vida y desposeídos sin esperanza, ayudaron al hombre que acompañaba a la enferma a llegar hasta el interior del centro sin saber qué hacer ni a donde ir. Una mujer de edad incalculable y vestida con algo que pretendía ser un uniforme la vio y haciendo un gesto para que la siguieran, les condujo a una habitación donde la depositaron en una especie de mesa de quirófano cochambrosa, sin apenas equipos médicos a su alrededor. Al tumbarla boca arriba se pudo apreciar su abultado vientre de embarazada con parto iniciado.
Carlota y Usopía entraron en la habitación de la parturienta en el momento en que, sin apenas quejarse comenzaba la expulsión de un bebé. La comadrona o partera al verlas aparecer por la puerta comenzó a dar instrucciones sobre lo que tenían que hacer y obtener para ayudar a lo que les dijo, casi vociferando, era un parto de dos o tres bebés:
–La madre está muy mal –siguió diciendo– y tengo que sacarlos antes de que se mueran todos. Necesito que me consigáis compresas, antisépticos, antibióticos, sueros– y siguió con una lista de necesidades perentorias.
La muerte en Camboya como en lugares similares, es más frecuente y está más naturalizada. Cuando volvieron con lo que pudieron conseguir en la farmacia del hospital y en su propia organización, ya había nacido un varón, infelizmente sin vida: envuelto en un trapo, la partera lo había colocado en una repisa de piedra adosada a la pared; se preparaba para los otros dos que sabía, también venían. En el suelo que rodeaba la mesa de la parturienta había un charco de sangre que alimentaba un incesante goteo que caía desde la mesa La partera consiguió extraer a los otros dos bebés, niñas esta vez y dirigiéndose a Usopía y Carlota, les dijo:
–Estas tampoco van a vivir. No tenemos incubadoras.
Las dos se miraron, se entendieron y Usopía le dijo a la partera:
–Nosotras las llevaremos a unas incubadoras: que avisen al padre, se viene con nosotras.
Había un hospital cerca de Siem Reap, a unos 160 Km, financiado por un suizo y de atención preferente a niños. Sin mediar más palabras envolvieron a las niñas aún vivas en más trapos y dirigiéndose a la partera le dijeron:
–Ocúpate de la madre, volveremos cuando estén a salvo.
Llegaron con vida al hospital de Siem Reap. Una de las niñas sobrevivió 8 días, la otra, cuatro semanas. La madre se recuperó y volvió a su casa-barca donde le esperaban sus otros cuatro hijos.
La muerte le había arrebatado tres, pero aumentaba las posibilidades de supervivencia de los demás miembros de la familia.