Peñas blancas
Pasó hace muchos años. Llegamos a ser una pandilla de nueve y nos reuníamos en lo que llamábamos «Campamento Peñas Blancas», un pequeño rincón alto, rocoso y de difícil acceso dentro de una modesta finca del padre de uno de nosotros. Los líquenes manchaban de blanco las rocas y las cortezas de los árboles, quejigos y olivos viejos. El resto, matorral espeso, madroño y lentisco. Más arriba, había una galería filtrante o mina de agua, subterránea, fría y cristalina, que se filtra desde un acuífero. Ahí tenía lugar la prueba final para los que pedían unirse a nuestra pandilla de idiotas con vocación de malhechores. La galería, excavada en la roca, baja y estrecha incluso para niños, era gélida, oscura y tenebrosa. Ninguno de nosotros se atrevía a entrar solo: los murciélagos y las culebras nos atemorizaban. La finca se hallaba en las faldas de Sierra Morena. Lindaba con «Las ermitas», un lugar solitario elevado a quinientos metros sobre el valle del Guadalquivir. Allí vivían en celdas muy pobres y absoluta soledad, trece eremitas católicos en régimen de riguroso silencio e incomunicación. Así fue desde su fundación en mil setecientos tres hasta mil novecientos cincuenta y ocho en que murió el último ermitaño, y pasaron a los carmelitas descalzos. Nos gustaba subir allí, aunque solo veíamos y hablábamos con un hermano lego, el pastor, que solía estar fuera con sus cabras perforando semillas para hacer rosarios que vendían para sobrevivir. Era tolerante con nosotros incluso cuando nos colábamos en el recinto de los frailes. A veces veíamos pasar fugazmente a alguno de ellos cubierto con su capilla y mirando al suelo en silencio. Nunca oímos hablar a ninguno. Nos daban miedo, sobre todo desde el día en que, tras colarnos por la entrada principal, vimos una sencilla cruz sobre un zócalo de ladrillo rojo con una hornacina en cuyo interior había una calavera humana; en el exterior, una inscripción en la que se leía:



Como te ves, yo me vi/
Como me ves, te verás/
Todo para en esto aquí/
Piénsalo, y no pecarás.
Un día de marzo, nos reunimos por última vez para las pruebas de un aspirante.
Yo fui el organizador del grupo con otros que me acompañaron. Los siguientes se ganaron su entrada. Éramos adolescentes de once o doce años, de clase media pobre y conformista, en aquellos años de educación monolítica en los colegios y otra adquirida en las calles, donde unos jugaban al fútbol y otros a la desconsideración hacia las personas y las cosas ajenas. Golfillos de barrio que en una sociedad sin sobresaltos era un atractivo para muchos de nuestra edad. Cuando se acercaban con un «¿me dejáis que vaya con vosotros?» la respuesta siempre era la misma:
–Primero tienes que pasar las pruebas, le decía uno de nosotros.
–¿Y qué tengo que hacer?
–Lo sabrás cuando te toque, le decía otro.
Ese último día, la prueba era para un aspirante especial, uno que tenía varios pares de zapatos. Lo esperábamos en el campamento.
–¿Qué hará Tolo, Curro? ¿No traíais al nuevo? pregunté.
–Lo trae él solo –es su amigo– o eso dice, respondió Curro.
–A lo mejor hasta hoy –dijeron Pepón y Salvi– por ser su amigo no se va a escapar. Quien quiera ser de los nuestros que se lo gane, no te jode.
–Pues claro, aquí se sufre para entrar. Menos tú, macho.
–Me llamo Manolo, capullos, y soy el que organizó todo. Vosotros os escapasteis con poco.
–Menos yo, que me jodisteis bien, dijo Salvi.
–No te quejes, que otros no lo aguantaron y se fueron, respondí.
–¿Y solo venimos cinco hoy? Aquí hay que venir siempre a las pruebas, y somos nueve,
–Somos ocho ya, Salvi. Se ha descolgado el pelirrojo, se ha acojonado. Me lo dijo ayer. Le he dicho que para esto es sordomudo.
–Os pasáis a veces, leche, dije.
–¿Y tú qué? ¿te fuiste a rezar con los frailes mientras tanto? ¡Tú trajiste el saco de boñigas y se las metiste en los calzoncillos al pelirrojo! ¡Y en lo que llevan dentro! dijo Pepón.
–No aguantó ni cinco minutos en la mina. Por eso se largó, no por las boñigas. ¡A ver, callaros que oigo algo!
Oímos rebuznar y nos asomamos a una peña alta:
–¡Viene el Tolo con la burra de su padre y con el nuevo!
–¿Y para qué trae la burra? dijimos.
Era la burra de la finca para el transporte de agua de la mina, no para montar, brincaba y daba coces. No sabíamos por qué la traía. Por fin llegaron:
–Hola, me llamo Dani –dijo el nuevo– ¿qué tengo que hacer?
La voz le temblaba; más que entenderlo, adivinamos lo que dijo:
–Callarte y aguantar, contestamos todos.
–Lo he acojonado por el camino, nos dijo Tolo.
Lo desnudamos, lo llenamos de barro y boñigas y lo metimos en la mina. Entramos con carburos hasta donde se recogía el agua: un pequeño chorro caía por gravedad desde el techo a un canal que la llevaba a un depósito subterráneo:
–Tienes que aguantar el chorro en la cabeza diez minutos, le dije.
Los demás asintieron: las órdenes eran siempre de todos. Nos turnamos en la espera y aguantó. Salió menos sucio, empapado y tiritando; su rostro parecía invadido también por los líquenes. Intentaba hablar, pero no podía. Sus ojos parecían desbordar sus órbitas. Su temblor era espasmódico. Aunque intentaba disimularlo, se le escapaban las lágrimas.
–Has pasado la peor prueba, solo te falta dar diez vueltas al campamento con la burra, le dijo Tolo. Era la primera vez que lo hacíamos. Nos siguió como un autómata. Entre todos sujetamos la burra y a él lo sentamos a horcajadas. Pero esta vez no brincó: cuando se sintió libre corrió hacia la finca. El muchacho, agarrado al cabezal y a las crines de la burra, saltaba sobre ella como un muñeco de trapo. Recuperó la voz para aullar de tal forma que nos dejó atónitos y asustados. Cuando pude reaccionar les grité:
–¡Tenemos que parar a la burra!
Corrimos temiendo que lo tirara contra las peñas. Al llegar a la casa, Tolo se nos adelantó:
–¡Venga vamos, yo sé dónde va la burra con su querencia! nos dijo.
La encontramos tumbada sobre su cama de paja y estiércol. A su lado, desnudo, tembloroso y sucio, yacía Dani, con la mirada fija en su horizonte.
Al vernos llegar se levantó entre sacudidas que parecían convulsiones. Su cuerpo estaba cubierto de mugre, barro y estiércol. Comenzó a andar como un zombi; sus ojos, abiertos con desmesura, parecían de cristal, de terror y de odio. Buscaban a quien encontró enseguida: Tolo. No tuvimos tiempo para detenerlo: llevaba una pequeña azada en una mano escondida detrás de su cuerpo. En un instante alzó el brazo y golpeó con la azada el cráneo de Tolo. El golpe abrió una brecha de lado a lado de su cabeza. La sangre brotó cubriendo y ocultando su rostro. Comenzaba a chorrear por su espalda cuando se le doblaron las rodillas y cayó al suelo inconsciente.
Dani no dijo nada. Ausente y sin moverse, miraba a ninguna parte, desorientado y estuporoso con la azada aún en su mano. Al oír nuestros gritos aparecieron el encargado y el padre de Tolo. En el hospital le suturaron la herida del cuero cabelludo con dieciocho grapas. Permaneció tres días hospitalizado. La pandilla se deshizo definitivamente.