El concierto
Se solicitó silencio y unos segundos después, el prestigioso director salió a escena. Músicos y público se levantaron y se oyó un gran aplauso.
Mientras se dirigía a su atril saludaba con una inclinación de cabeza, a los miembros de la orquesta que lo recibían de pie; en ese momento pareció que tropezaba y de inmediato cayó de bruces al suelo, desvanecido e inmóvil; lo que se produjo a continuación, no podría describirse mejor con ninguna otra expresión: un absoluto desconcierto de músicos, empleados, agentes de seguridad y público.
Yo nací en el seno de una familia salpicada de músicos a lo largo de cuatro generaciones; varios de nosotros hemos vivido experiencias o hechos curiosos en relación con la música; en mi caso concreto, fui testigo de un acontecimiento insólito y de difícil explicación; algo realmente prodigioso.
Aunque mi profesión está lejos de la música, a los seis años, mi padre me llevó por primera vez a un concierto cuyo director fue Claudio Abbado; después, incontables durante setenta años más.
Tengo un abono de primera fila de anfiteatro lateral en el Auditorio de mi ciudad, lo que me permite una buena visión del escenario y de los primeros asientos del patio de butacas. Desde ahí he podido observar desde hace años, al reconocido director Mario B.R. en su abono como espectador, cuando le era posible acudir.
Mario B.R. ha sido uno de los más importantes y queridos directores de orquesta de nuestro país.
Desde mi asiento, lo veía extasiarse en los conciertos; era una estatua viviente que se abstraía de todo; escuchaba como si entre él y la orquesta solo existiera el vacío. Con movimientos leves y sutiles de sus manos y cabeza, de cabello blanco y espeso, la conducía en su mente con una precisión matemática. Yo lo miraba a él más que al escenario, mientras atendía a esa música que parecía obedecer a sus gestos casi imperceptibles. Alguna vez me pareció verlo elevarse del suelo en los momentos más álgidos de la composición, como con la percusión y los coros en la novena de Beethoven.
Hace dos años dejó de acudir a los conciertos y supe que también se había retirado de su actividad como director. Sufría una enfermedad neurológica progresiva, leve al principio pero que, al evolucionar, le impidió el control de sus movimientos voluntarios, especialmente de brazos, cabeza y tronco, lo que provocó su retirada.
Un año después volvió con asiduidad a los conciertos. Siempre que yo iba, él ya ocupaba su asiento. Lo observé con mayor interés desde su vuelta; sus movimientos involuntarios no eran muy llamativos, pero sí evidentes.
Sin embargo, cuando fijaba mi atención en él, tenía la impresión de que en cuanto empezaba a sonar la música, esos movimientos se acompasaban a los tempos de la composición e incluso a su intensidad; como si el estímulo motor de sus neuronas enfermas, obedeciera más a sus órdenes que al desorden provocado por su proceso degenerativo; tal vez por la fuerza de ese inmenso caudal de música depositado en su memoria desde la infancia, y enfrentado con su voluntad a los impulsos involuntarios.
Me parecía imposible que pudiera ser cierto y me dije que solo se trataría de un ofuscamiento o un delirio de mi imaginación; pero otras veces, sin embargo, estaba seguro de que lo que veía, era real.
Hasta el día en que ocurrió el prodigio.
Era un concierto de carácter extraordinario con un gran programa, dirigido por un veterano director de prestigio internacional; el Auditorio se había llenado.
Al sentarme en mi localidad, vi que el director Mario B.R. ocupaba ya su asiento. El programa comenzaba con «La heroica», la tercera sinfonía de Beethoven y para muchos, la mejor que se haya escrito. Los músicos se habían situado en sus lugares correspondientes y ponían a punto sus instrumentos; todos los espectadores estaban ya sentados y se habían cerrado las puertas de acceso a las salas. Unos instantes después, se produjo el desvanecimiento del director y la confusión posterior.
Entre varios lo trasladaron del escenario al interior, para ser atendido por el médico del Auditorio; por megafonía se rogó silencio y tranquilidad; también se nos pidió que no nos moviéramos de nuestros asientos; no fue posible el silencio, pero todos permanecimos en nuestro sitio.
O casi todos.
Tras el desmayo del director de la orquesta, observé que el maestro Mario B.R. se levantaba y se dirigía por un lateral del escenario hacia el interior, que debía conocer como el pasillo de su casa.
Todos los músicos se quedaron dentro, y a nosotros se nos aconsejó esperar en nuestros asientos hasta recibir instrucciones.
Veinte minutos más tarde, se permitió salir de la zona de butacas a los que quisieran; incluso, quienes lo deseasen, podían abandonar el auditorio con reembolso del importe de su entrada. Muy pocas personas lo abandonaron. Los rumores eran muchos, pero al parecer, se trataba tan solo de un síncope y algunas contusiones por la caída. Quince minutos después, fuimos requeridos a ocupar de nuevo nuestros asientos.
Se solicitó silencio y se nos comunicó que el gerente del Auditorio se dirigiría a nosotros. Tras confirmarnos que lo ocurrido al director no parecía grave, pero que, por precaución, había sido trasladado a un centro sanitario, nos comunicó algo que nos dejó perplejos: el maestro Mario B.R. se había ofrecido a dirigir el concierto a pesar de su enfermedad. Tras haberse reunido con los músicos, lo escucharon y de forma unánime, aceptaron su propuesta.
Nunca supimos con certeza lo que hablaron entre ellos. Cumplieron el pacto que se debió establecer antes de su decisión.
El gerente del auditorio se retiró con un tímido aplauso, que se hizo de gran intensidad al ver salir a los músicos para ocupar sus asientos. Al aparecer Mario B.R. el aplauso, se hizo ensordecedor.
Con frac y batuta, se dirigía al atril y saludaba a sus músicos con la mirada y un leve movimiento de cabeza; al llegar, se giró hacia al público y, con una larga inclinación nos saludó.
Se hizo un silencio absoluto. Alto y aún erguido, aunque más avejentado, mantenía su empaque y buen porte de siempre; sin embargo, no pudimos evitar nuestro temor al observar el temblor de su enfermedad, tal vez de menor magnitud. Pero tras bajar la batuta para dar entrada a la orquesta y sonar con fuerza los dos primeros e intensos acordes de «La heroica», sin que nadie haya podido nunca explicar con rigor cómo pudo ocurrir, desapareció todo vestigio de temblor involuntario en el director. Sus movimientos, probablemente más violentos y rígidos, se acompasaron con absoluta precisión a la música y los músicos a su director. Algunos de ellos no ocultaban sus gestos de asombro y satisfacción, mirándose atónitos con la transformación casi irreal que estaban viendo.
Así transcurrieron los cuarenta y cinco minutos que dura esta sinfonía. No tuvo lugar incidente alguno. La coordinación entre músicos y director fue impecable y la conducción de la obra, magistral. El resultado obtuvo tal belleza y esplendor, que es difícil conseguirlo en circunstancias normales.
El aplauso final hubo de ser interrumpido desde la megafonía tras veinte minutos, para permitir el descanso de los músicos. El director fue atendido por su médico que acudió al Auditorio. Salió brevemente de nuevo a saludar. Fatigado y con un temblor reaparecido, se retiró sin terminar de escuchar el larguísimo aplauso con el que el público agradecía su gesto. El concierto continuó con otro director.