Mikel

–¿Sí?

–Doctor, soy Asun: perdone, pero su amigo de la 239, Mikel, me ha preguntado si va a volver a pasar.

–Gracias, dile que sí.

Me dirigí a su habitación. ¡Pero qué pena de Mikel, joder! Tres cirugías difíciles y duras de soportar y cuatro años de sufrimiento para nada.

–¡Qué pasa, Mikelón! ¿Qué se te ofrece?

–Gracias doctor, ya me puedes perdonar que te haya llamado.

–Tranquilo, sabes que no me importa.

–Y te agradezco, ¿puedes sentarte un poco? me senté al borde de la cama.

–Mira doctor, me has dicho todo bien clarito; has hecho lo que podías, eso ya sé, pero ya no hay más. Te he entendido bien lo que has hablado y lo que has callado, que conocerte, en cuatro años, ya te voy conociendo. Pero ahora me has de hacer un favor.

–A ver Mikel, no me pidas imposibles.

–¿Qué piensas? ¡No hombre, no! No quiero que me chutes nada, ni tú ni otros. Yo me he de morir como toque, natural, sin hostias. Mira doctor, quiero que me firmes el alta. Ya sé que puedo firmar la voluntaria, pero quiero que tú me firmes. No quiero marchar a disgusto, ni tuyo ni mío. Somos amigos ¿no?

–Por supuesto ¿Pero adónde vas a ir?

–¿Adónde he de ir? pues de donde vengo, del albergue, o de la calle, o donde me tenga que pillar, pero aquí no; de este jodido cuarto, solo quiero salir pa la calle, no al otro barrio; y que tú me despidas. Pero bien ¿eh? Ya me entiendes.

Tuve que tragar saliva. Habíamos perdido. El, muy pronto, la vida, y yo una persona muy querida. Esos sentimientos, que algunos creen que pueden interferir con el mejor hacer del profesional, se escapan por grietas para las que no hay silicona. Su desamparo y su coraje, me habían llegado hasta dentro; pero no pude eliminar esa carcoma letal que se lo estaba llevando.

¡Qué vano orgullo tecnológico, inerme ante unas células enloquecidas!

–Mira, Mikel, tus pulmones no están para albergues, y menos para la calle.

–¡Bah! ¿Y hace eso mucha diferencia?

–Sí, si hace. Escúchame un poco tú a mi ahora: ya sé que no te gusta el tema, pero tienes un hijo en Navarra, en el Roncal; más de una vez hemos hablado de él; te ruego que me permitas llamarlo.

–¡Jobar! ¡No me salgas ahora con esto!

–Es tu hijo, Mikel. Tú no has robado, ni matado; te perdió el pacharán o lo que fuera y una buena moza, como tú dices. Y de eso hace mucho tiempo. De sobra para perdones, y para ver a tu hijo y que os despidáis.

–¡Qué has de llamar! No, quita, quita. ¿Quién se acuerda ya de nada? No me jodas, doctor, por favor.

–Mikel, eres un buen hombre y nunca me has dicho nada malo de tu hijo. El Iñaki, ¿verdad?

–Iñaki, sí. El único que tengo. Bien majo que era. Andará ya por los cuarenta o así.

–¿Desde cuándo no sabes de él ni de tus nietos?

–A los dos nietos nox los conozco, y al hijo no le veo desde no sé qué tiempo. ¡Qué te vas a meter a hurgar ahí ahora!

–Déjame hablar, Mikel ¿Quién te informa de ellos?

–Uf, hace tiempo ya; amigos del pueblo, que aún queda alguno. Pero les pedí que no le contarían al hijo nada de mí. Aunque quién sabe, igual le han dicho algo, pero...pa bien seguro.

–¿Y tú crees que tu hijo se va a alegrar si lo llamo cuando ya sea tarde? Venga, Mikel, dale una oportunidad y otra a ti mismo. Y no te hablo de tu mujer, que eso lo puedo entender.

En su cara terrosa y afilada, brillaron con picardía, sus ojos muy hundidos ya en las cuencas:

–¡Ay la amá! Sí que vendría, sí –rio y tosió– para ver que me dejan bien enterradico.

Me sonreí, no lo pude evitar:

–Venga, Mikel, dame el teléfono de tu hijo, y deja a la madre tranquila. Autorízame a hablar con él; no te voy a ocultar nada de lo que hable.

–Sabes que te aprecio y mucho, doctor, pero...no sé. Ya lo voy a pensar y te digo, ¿te parece?

–No me vas a dar largas ¿verdad, Mikel?

–Que no, hala marcha ya, mañana hablamos.

–Sí Mikel, marcho, pero tus pulmones no están para la calle. Mañana hablaremos, pero piensa en todo.

–Agur doctor –que sí– mañana hablamos.

Fue una noche muy amarga. Incluso tras la tercera cirugía, éramos optimistas. Lo citaba con frecuencia y lo hacía ingresar más que para las revisiones; charlábamos mucho, comía bien y salía fortalecido. Fuera del hospital, era difícil verlo. Se hacía querer.

Esta última vez me avisaron al ingresar de forma urgente, muy débil y desorientado. Tuvo un empeoramiento súbito. Cuando fui a verlo, me reconoció y sonrió. Tras las pruebas que le hice, no me quedaban dudas. Solo saber cual de sus funciones esenciales sería la primera en fracasar y precipitar a las demás hasta el fin. Conseguimos mejorarlo; se sintió aliviado y pudimos hablar; le expliqué la situación con sinceridad, sin pormenores y con cariño. Escuchó todo con gesto impasible. Le pedí que me preguntara lo que quisiera: me aseguró haberlo entendido. Al pedirme el alta me desconcertó.

A la mañana siguiente fui a verlo muy temprano. No pude interpretar la expresión de su cara:

–¿Cómo has dormido? ¿Cómo te encuentras hoy, Mikel?

–Mal. Jodido me dejaste ayer; me enredaste doctor. Yo me iba a morir tranquilico, sin molestar a nadie, que ya he dado bien por saco; y sin que nadie me lloraría. Y me sueltas al hijo y a los nietos cuando no puedo hacer nada. ¡Qué quieres que te diga!

–Pero tú no vas a decidir si te va a llorar alguien o no, Mikel, ni sabes si tu hijo va a querer verte.

–¡Bien! ¡Qué va a querer!

–¿Me dejas intentarlo?

No me respondió:

–Mikel, ¿me dejas intentarlo?

Me miró fijamente unos segundos. Al final lo dijo:

–Llama pues, aunque sea pa no oírte.

Me identifiqué al teléfono con su hijo y le hablé con largueza de su padre. Me escuchó en silencio, sin preguntar. Por fin me respondió:

–O sea ¿que el aitá se nos muere?

–Pues sí, eso me temo.

–¿Y él ha preguntado por mí?

–Sí, claro –mentí conscientemente– y por sus nietos.

–¿Pero.. está muy mal?

–Mucho, sí.

–¿Y consciente? ¿Se le puede ver?

–Por supuesto, por eso le llamo, pero no le queda mucho tiempo.

Cuando me confirmó que se venía para Madrid, colgué el teléfono y emocionado, fui a ver a Mikel:

–Mikel, tu hijo viene a verte mañana.

En los cuatro años de mi relación con el, que abarcó mucho más de los límites naturales de nuestras circunstancias, jamás lo vi llorar. Al escucharme, su emoción no le dejaba contener los movimientos reflejos y espasmódicos de su pecho.

–Discúlpame, doctor, pude entender en un balbuceo.

Su hijo llegó al día siguiente; lo saludé y fui con él a la 239. Allí los dejé solos.

De vez en cuando abría la puerta; charlaban y yo los saludaba; Mikel me miraba y me lo agradecía con un guiño. Durante los días que pasaron hasta el final, estuvo acompañado por su hijo.

Cuando falleció, los dos estábamos con él. Iñaki, se lo llevó a enterrar a su pueblo, en el valle del Roncal.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar