Martina
Me llamo Martina y fui adoptada a los seis años. A los pocos días de nacer me depositaron en el torno de un convento de clausura. Quien lo hiciera, desapareció tras tocar la campana. De allí, me llevaron al hospicio. Nunca se supo –al menos yo no – quienes fueron mis padres. No tuve dolor por ello, y solo fui huérfana seis años. Mis padres –los únicos que tuve– no pudieron tener hijos.
Se podría decir que mi vida –con el corazón vacío– comenzó el día en que el azar me situó en el camino de quienes lograron su anhelo tras años de desesperanza. Desde entonces y hasta ahora que voy a ser abuela, ha transcurrido mucho tiempo. Quiero conservar algunos recuerdos indelebles de esa infancia de sueños e ilusiones y por eso lo voy a escribir. De la anterior solo existen sombras negras con alas blancas.
–Hola Martina, yo me llamo María Luisa y él Juan. Es mi marido y hemos venido a conocerte porque nos gustaría ser tus padres desde ahora. ¿A ti qué te parece?
–No sé, yo no tengo padres.
–Por eso, nos gustaría adoptarte.
–¿Y eso qué es?
–Que seríamos tus padres y te vendrías a vivir con nosotros a nuestra casa en Madrid, una ciudad muy grande. ¿Te gustaría?
–No sé, yo nunca he salido de aquí. A algunas compañeras se las llevan a casas.
–¿Y no te gustaría vivir en Madrid, en una casa con un cuarto solo para ti y todo lo que necesites? Nosotros te cuidaríamos para que fueras feliz.
–Bueno, pero no sé si las monjas me van a dejar.
–Por supuesto que sí. Ya está todo arreglado.
–¿Y puede venir panda?
–¿Y quién es panda?
–Es mi osito; me lo regaló una señora que a veces nos trae regalos. A mí me lo dió un día, y me acarició el pelo, y me dió un beso.
–Puedes traerte todo lo que quieras.
–Yo solo tengo a panda. Ah, y los uniformes y los babis.
–No te preocupes de nada, tráete a panda y de lo demás nos encargamos nosotros.
–Bueno, vale. ¿Y cómo tengo que llamaros?
–Nos encantaría que nos llamaras mamá y papá. ¿Te importa?
–No, bueno vale.
Habré olvidado muchas palabras, pero solo escribo las que sé que se pronunciaron. Algunas continúan en mi memoria. Otras se las oí a mis padres muchas veces. Ellos ya no están y en mí se perderán pronto. Este será mi primer escrito. Salimos ese mismo día hacia Madrid.
–Vas muy callada, Martina, y nosotros también para no distraer a Juan. La carretera es mala ¿sabes?
–Vale.
–¿Te asusta venirte con nosotros?
–Un poco, pero poquito.
–A nosotros nos alegra mucho. Ya verás como tú también te alegrarás.
–Vale, gracias.
–Es un viaje largo, Martina, si te entra sueño puedes echarte en el asiento. Ya llevamos dos horas y falta mucho todavía.
–Vale, no importa.
–Y dime ¿tenías amigas en la residencia?
–¿Dónde?
–En el hospicio.
–Ah sí, Gloria, pero se la llevaron a una casa. Tengo sueño ¿me puedo dormir?
–Claro que sí, pero tú no, Juan. El cielo se está poniendo muy oscuro.
–Pues sí que se ha dormido, la oigo respirar. Pobrecilla, qué desconcierto, y qué confusión debe tener ¿no crees?
–Sí, Juan, pero ya está nevando.
–¿Y?
–¡Pues que vayas despacio, hombre!
–Shhhh Luisa, que la vas a despertar.
–¡Ay qué susto!
–Lo ves Luisa.
–¡Halaaa! ¡qué bonito! ¿Eso es nieve? Está todo blanco, blanco, y los árboles también, y el suelo y todo. Yo no lo había visto nunca, qué bonito, todo blanco.
–¿Verdad que sí?
–Sí, sí, ¿y se puede tocar? ¿Es Madrid ya?
–No Martina, son montañas. Se llama Despeñaperros. Estamos aún lejos de Madrid. Vamos a parar para que te bajes y lo veas bien.
–Vale ¿y puedo coger nieve?
–Claro. Ven, ya verás como nos divertimos.
–Hala, qué pelota has hecho ¿puedo hacer yo una?
– Son bolas de nieve, puedes hacer las que quieras y me las tiras. Mira, así.
–¡Así, muy bien Martina!
–¿Lo he hecho bien, mamá?
–¡Venga Luisa, vámonos que arrecia!
–Vale, vamos Martina, que nieva mucho.
–¡Luisa! ¿y esos ojos?
–Nada, tranquilo. Es la primera vez en mi vida que me llaman mamá.
–Lo suponía.
–Vaya, se ha vuelto a dormir. Despiértala, que no se pierda nada.
–¡Martina! estamos en Madrid cerca de nuestra casa, de tu casa.
–¿De verdad? ¡Hala qué grande es Madrid! Qué casas tan grandes. Y cuántas luces de Navidad. ¡Qué bonito!
–Bueno, ya hemos llegado. Dame la mano Martina, tu padre traerá las maletas.
–Mmm, ¿y esa cara?
–Nada, bueno es que…no, no es nada, pero cuando me has dicho lo de las maletas…
–¿Lo de las maletas?
–Bueno, lo, lo, lo de mi padre.
–¡Claro! Nunca lo habías oído ¿verdad?
–No, nunca.
–¿Y te gusta?
–Sí, mucho.
–Pues vamos adentro. Por aquí, eso es. Este es tu cuarto y esa puerta tu cuarto de baño. ¿te gusta? te has quedado callada.
–Es que…no sé, es que… ¿todo esto es para mí?
–Claro que sí, todo es tuyo Martina.
–¿Los juguetes y las muñecas y la casita, el perrito…?
–Todo lo que hay aquí es para ti. Míralo despacio. Ese es tu armario y esa tu ropa.
–¿Toda esta ropa es para mí?
–Toda tuya.
–¿Y puedo dormir con panda?
–Por supuesto que sí.
–¿Y por qué no tenéis más hijos? Solo hay una cama en mi cuarto.
–Porque no hemos tenido esa suerte, pero a cambio te tenemos a ti.
–¿Y si no os gusto? A algunas del hospicio las devolvían porque decían las monjas que se portaban mal.
–¿Y tú crees que se portaban mal?
–No sé. A algunas las castigaban las monjas. Pero yo no me voy a portar mal, de verdad.
–Seguro que no, Martina. Tienes cara de niña buena.
–Y tú también. ¡Uy no, perdón! que tú no eres una niña.
–Qué más quisiera yo.
–Pero tú no eres vieja.
–No, espero no serlo hasta que tú seas mayor.
–Vale.
–Anda dame la mano, vamos al salón que te va a gustar –enciende Juan, por favor–.
–¡Hala, hala, vaya árbol de Navidad! ¡Y qué Belénnn! Las monjas ponían uno muy grande, pero no nos dejaban acercarnos por si rompíamos algo. Casi nunca lo encendían. En Nochebuena sí, y cantábamos villancicos en la misa y nos daban polvorones.
–Y después llegaban los reyes.
–No, porque decían que éramos muchas y no podían cargar con tantos regalos.
–¿Eso decían los reyes?
–No, las monjas.
–Pues este año sí van a pasar por aquí. Y te traerán todo lo que les pidas en tu carta.
–Pero yo no sé escribir.
–Yo lo haré, tú me vas diciendo y yo lo escribo, no te preocupes. Vamos a sentarnos y piensa qué quieres pedirles. Voy por papel y pluma.
–Mamá, yo ya lo sé.
–Venga, dime qué es.
–¡¡Una Mariquita Pérez!!
–¿Y qué más?
–No sé, lo que ellos quieran.
–Seguro que te traerán la Mariquita Pérez. Y más cosas.
Aquellas fueron mis primeras Navidades en familia. Aunque los cincuenta no fueron años de abundancia, los Reyes Magos me trajeron una Mariquita Pérez y muchas cosas más. Mis padres me tuvieron a mi como yo los tuve a ellos. Los echo muchísimo de menos mientras mi marido y yo esperamos nuestro primer nieto o nieta, de nuestra hija Martina. Se llamará María Luisa o Juan.