Los lobos

Al llegar a la finca, Manolo y yo, nos estábamos quitando los capotes y gorros de lluvia en el porche cuando oímos voces que se acercaban y el ruido de un galope. También debió oírlas Anastasia, que salía precipitadamente de la casa; se cruzó con nosotros y nos miró de refilón sin decir nada; la seguimos afuera y vimos a uno de los guardas que volvía picando espuelas a su caballo:

–¡Señora, señora, he visto lobos cerca del pantano y los perros con ladra de miedo! gritaba.

–¿Lobos? ¿Cómo que lobos? preguntó Anastasia cuando llegó a su altura, con incredulidad. Me aseguraron que aquí no se han visto lobos desde hace mucho. ¿De dónde salen ahora esos lobos? ¿Dónde los has visto? ¡Tú conoces bien esa zona Sebastián! ¿Cuántos hay?

–He visto tres en la otra orilla del pantano, por la charca los guarros, pero no sé si hay más y casi todos los caballos andan por ahí cerca. ¡Tiene que ir más gente para allá! respondió.

–¿Y dónde está Juan? volvió a preguntar. Juan, era el otro guarda de los caballos enviados a aquella zona.

–Allí sigue por si los lobos se acercan a los caballos, contestó.

Anastasia no lo dudó; nos había visto al cruzarnos. Me miró fijamente y me dijo:

–Paco, si no te importa, te vienes conmigo; Manolo no puede montar por ese terreno, pero tú sí.

Miró al guarda sin esperar mi respuesta y le dijo:

–Sebastián, dale un rifle a Don Francisco y ensíllale a "Thor" que nos vamos.

–¡Pero señora, el camino está muy mal! ¡Casi me trepa el caballo dos veces viniendo! contestó.

Pero ella no oyó o no escuchó. Thor, era un precioso, alto y blanco caballo hispano-árabe.

Era otoño. Anastasia, la nueva propietaria, nos había invitado a Manuel y a mi a pasar lo que ella llamó, un día distinto en la finca.

Se esperaba una importante tormenta, y en la sierra son sobrecogedoras; lluvia intensa, truenos que hacen retumbar la casa y muchos rayos.

Al mediodía llegamos a un tramo de varios kilómetros de camino rural desde la carretera hasta la cancela de la finca. La tormenta se había adueñado ya de la sierra; el cielo se había enfurruñado y el azul radiante era una amalgama de enormes nubes bulbosas grises y negras que se movían y mezclaban entre ellas con un constante ruido de truenos.

Localizada en el corazón de la sierra y con una extensión de seis mil hectáreas, la mayor parte de la finca la ocupaban bosques de quejigos y alcornoques en un terreno abrupto y rocoso cruzado por un río.

Anastasia, o Sia para sus íntimos, era una mujer de cuarenta años, rica, alta y muy guapa, de figura espléndida y porte distinguido, que atrapaba todas las miradas. Había llegado a España hacía algunos años, desde "el norte del hemisferio norte" como ella decía para no decir de dónde. El halo de misterio que la acompañaba la hacía más atractiva. Amante de los caballos por encima de todo lo demás, nunca había menos de treinta en su finca, la mayoría hispano-árabes y algunos pasucos peruanos de más fácil monta.

¡Los caballos! Esa fue la razón para comprar esa finca, grande, lejana y de difícil orografía.

Cuando le preguntaban el porqué de vivir en ese lugar remoto y rodeada de caballos, contestaba:

-Está lejos del mundo y de todos; mis caballos están bien y sanos aquí ¿por qué habría de elegir otro lugar? Esta tierra es muy hermosa, y sus gentes me gustan. ¡Qué más puedo desear! Aquí estaré hasta cuando quiera mi guionista-.

Nos equipamos con todo lo necesario y en pocos minutos partíamos en el furor de la tormenta.

Anastasia, conmigo a su lado, siguió a Sebastián.

El primer tramo del camino hacia el pantano y al paraje que llamaban la charca de los guarros, era escarpado, sinuoso, con arbolados espesos y roquedales, algunos muy altos donde anidaban buitres y algunas parejas de cigüeñas negras; difícil de transitarlo, una vez traspasado, se abría una zona más llana y con mucho y buen pasto.

Allí enviaba Sia a sus caballos, donde se alimentaban sin necesidad de piensos.

Se decía que se habían visto últimamente lobos de nuevo por esa zona; nadie lo pudo confirmar hasta ese día.

Con buen tiempo, no se llegaba en menos de tres horas desde la casa.

Marchábamos en silencio y al paso que permitía el terreno, hasta que al doblar un recodo el caballo de Sebastián relinchó, se encabritó derribándolo y reculó para echar a correr. El jabalí que lo asustó, tras mirarnos por encima de sus defensas, atacó a Sebastián que no pudo evitar un corte en el muslo izquierdo antes de que Sia disparara sobre el cochino, rozándolo, pero haciéndolo huir.

–¿Cómo estás Sebastián? preguntó Anastasia, al bajarse del caballo. Se agachó a su lado y cortó el pantalón: la herida era superficial y dejó de sangrar al vendarla con un pañuelo y su bufanda.

–Es poca cosa, Sebas–dijo.

–Vale, señora, puedo andar; sigan que detrás vienen más hombres que he avisado antes de salir. Mi caballo no habrá ido muy lejos.

–Que uno de los que vienen te lleve al hospital, Sebas– ¡Seguimos Paco!

–¿Pero sabes llegar? le pregunté.

–Llegaremos entre los dos Paco, tenemos que hacerlo. ¡No voy a dejar que los lobos devoren mis caballos!

La lluvia había amainado y nos permitió acelerar el paso y empezar a cruzar el tramo más dificultoso antes de llegar a la zona de pastos.

El cansancio aparecía cuando oímos gritos de dolor y de socorro. Eran de Juan.

Aceleramos todo lo posible la marcha, llamándolo para poderlo localizar; cuando por fin llegamos a él, el horror se hizo visible.

Estaba en el suelo con el muslo y antebrazo derechos desgarrados y sanguinolentos en un charco de sangre suya y de un lobo que yacía muerto a su lado con una herida de bala en el lomo y un cuchillo de monte perforando su garganta.

–¿Cómo estás Juan? ¿Cuántos lobos son? preguntamos casi al unísono.–-¡Son tres, no he visto más, pero corran a la charca que los otros dos han cogido a un pasuco y después irán a por más! ¡Los lobos matan todo lo que pueden y yo no me voy a morir de ésta! contestó Juan, ya sin gritar.

Anastasia, masculló algo en su lengua mientras cargaba el rifle.

–Voy para allá, Paco. Ocúpate de Juan lo mejor que puedas, viene más gente de la finca, me dijo.

Lo acomodé apoyado en una roca con su rifle a la izquierda, con un pañuelo pude tapar la herida más fea y tras abrigarlo con mi capote de agua, salí tras Anastasia.

–Juan, no tardarán los que vienen; yo voy tras Anastasia, que es capaz de abalanzarse sobre los lobos y la pueden matar-

En el camino hacia la charca encontré los cadáveres de dos de los tres perros de los guardas destrozados por los lobos.

Poco después se confirmó el peor de mis temores. ¡Gritos, casi aullidos de Anastasia!

Al llegar, el espectáculo era espeluznante; Anastasia se enfrentaba con su cuchillo de monte al tercer lobo que la amedrentaba gruñendo y con el labio superior elevado para mostrar sus grandes colmillos; a su lado la presa que defendía, un caballo peruano medio devorado y muy cerca de él el cadáver del último perro de los guardas ensangrentado por las dentelladas; otro lobo yacía muerto del primer y único disparo que pudo hacer Anastasia antes de perder el rifle en el ataque.

–¡Apártate, le grité! ¡Apártate!

–¡Déjamelo Paco, déjamelo!

Cuando iba a interponerme entre los dos, el lobo saltó hacia ella. Logró esquivarlo y clavarle el cuchillo en un hombro que lo detuvo; sin soltarlo lo extrajo inmediatamente y volvió a clavárselo en los cuartos traseros; el lobo se revolvió hacia Sia dándome tiempo a dispararle hasta cuatro veces. El primero ya lo había matado.

Manchada de sangre, Anastasia se acercó al tercer lobo muerto y le escupió.

–¡Maldito asqueroso bicho de mierda, como decís los españoles!

Había dejado de llover y nos llamaban. Aparecían los refuerzos con casi todos los restantes caballos.

Todo había terminado. Se abrían vetas azules en el cielo y el viento amainaba.

Llegamos a la casa exhaustos y empapados.

Una ambulancia había trasladado a Juan al hospital donde Sebastián seguía en observación.

Sia, vino hacia mí:

–Tienes el baño preparado, Paco. Yo voy a hacer lo mismo.

–Gracias, la verdad es que lo necesito. Ha sido duro- le dije sonriendo.

–Tu ayuda ha sido...nunca podré olvidarlo, mi querido Paco-

Me pareció que su voz, por primera vez desde que la conocía, se quebraba instantánea y levemente.

Cuando salí del cuarto de baño, Anastasia me había dejado preparada ropa seca, mía de otras veces.

Estaba sentada en la cama esperándome.

–¿Te parece bien esa ropa? me preguntó.

Ella ya se había duchado; con su precioso pelo rubio oscuro mojado, envuelta en un albornoz y en una sonrisa de gratitud, estaba realmente bella.

–Me parece perfecta esa ropa, querida Sia- contesté.

Me miró. Sus ojos verde-grises estaban húmedos. Empezaba a hablar otra vez:

–No tengo palabras....

No la dejé seguir:

–Olvida lo que ibas a decir, no le des mayor importancia. Tendrás que pensar qué vas a hacer ahora que sabes que sí hay lobos. Eso es lo importante.

–Tienes mucha razón, Paco. Tenemos que tomar medidas. Si te parece lo hablamos esta noche mientras cenamos. Porque no me vas a dejar sola esta noche ¿verdad?

–Me temo, contesté, que Manolo tendrá que hacer el viaje de vuelta sin mí.



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