Los cuadros

Estábamos invadidos por los bultos de una mudanza inmediata, cuando apareció Silvia, mi mujer, con un paquete muy bien envuelto y un brillo de alegría en sus ojos:

–Juan, esto acaba de llegar, es de tu padre –despejó una mesa y lo puso encima– 

ábrelo tú, añadió.

La miré y retiré el envoltorio: me conmovió ver dos cuadros de mi padre de los que nunca se había querido desprender. Eran dos pinturas de los lugares en los que habíamos vivido: la costa atlántica de Cádiz y la mediterránea del norte de Alicante. En una carta nos decía:

«Como sabéis, el azar quiso que mi vida fluyera entre dos puntos cardinales: occidente y oriente. En el horizonte del lugar donde nací y en el que pasé más de la mitad de esa vida, cada atardecer veía irse el sol. Después de ese tiempo, de nuevo el azar me condujo hasta donde estoy ahora, el oriente. Aquí, muy temprano cada día ese sol nos trae la luz. Soy, al menos en espíritu, mitad hombre y mitad pez marino, y he tenido la suerte de haber vivido en esos dos lugares: el Atlántico y el Mediterráneo. Ahora que habéis decidido volver al mar, os envío estos óleos que se sentirán muy bien con vosotros oyendo el inacabable ruido del océano. Nací en poniente donde el sol se acuesta y moriré en el levante donde nace, porque así lo ha querido mi guionista. Disfrutadlos, vuestra contemplación los mantendrá vivos y quién sabe si hasta inmortales».

Desenvolví primero un óleo impresionista de una escena de las carreras de caballos en la playa de Sanlúcar de Barrameda, las segundas más antiguas de España y primeras en celebrarse en una playa a partir de agosto de mil ochocientos cuarenta y cinco. En él plasmó un momento de las que se corren con la bajamar a última hora de la tarde de algunos días de agosto y que terminan con la puesta del sol. Yo las vi desde niño y a lo largo de muchos años. Mi padre supo trasladar la magia de los ocres, amarillos y fuego alrededor del sol achatado y rojizo que se oculta por detrás del parque de Doñana, al que cruzan los caballos por la playa enloquecidos hacia la meta, una bella visión de luz y color. Esa pintura era mi adolescencia y mi juventud. Su vista me traía muchos recuerdos. El olor de los cientos de varas de nardo que se vendían en la fiesta de noche de los palcos después de las carreras, la inundaban de ese aroma inconfundible. Buena parte de ellos se iban a los amores de todas las clases: los que apenas se insinuaban, otros que se abrían para explosionar, el ritual de los más añejos y los que llevaban una disculpa o pedían una reconciliación.

Pero la contemplación del cielo en la pintura ha tenido y tiene detractores. Algunos muy ácidos como Wilde, que cree que «sentir emociones por las nubes de la atardecida sería cosa anticuada y filistea solo propia de nuevos ricos del espíritu», y aún más satírico, el impopular escritor inglés, Evelyn Waugh, opinaba así de las puestas de sol o los amaneceres: «Es una belleza tediosamente convencional, y –por si fuera poco– es gratis. Y como el sexo o los huevos con salchichas, su placer y su emoción están al alcance de casi cualquiera». Pero muchos grandes pintores no debían considerarlo así: Monet, Van Gogh, Lorraine, J. Atkinson Grimshaw, Dalí, Turner, y una lista mucho más amplia, han pintado esos momentos en diferentes estilos que sí han emocionado a la mayoría. Tal vez incluso –quién puede saberlo– a los propios filisteos si hubieran podido contemplarlos. Y desde luego mi padre, un gran pintor que desestimó ofertas muy tentadoras por esos dos óleos.

–¿Qué importancia tienen las opiniones ajenas se llamen como se llamen –decía él– para quien se emociona con esos espectáculos naturales?

Desenvolví el segundo paquete. Al sostenerlo con las manos sentí la emoción de siempre. Mi padre sabía que las dos pinturas tenían un especial significado para mí. Esta segunda era mi edad adulta e independiente. Colgué el cuadro y me retiré para mirarlo sin prisa: amanecía un día radiante como casi todos, en el oriente español al norte de la provincia de Alicante. Los he disfrutado centenares, tal vez miles de veces, deslumbrado por el brillo que el reflejo del sol provoca en el mar cuando amanece y asciende por el levante. Esos reflejos se convertían en miríadas de seres brillantes y cegadores que iban y venían desde una inmensa concentración que se divisaba en el horizonte que une el cielo con el mar, donde la luz no tiene límites. Una imagen en movimiento constante y variable a medida que el sol asciende hacia su cénit. No sé cuántas veces intentó mi padre reflejar una imagen de ese tiempo breve. Pero un día que lo esperábamos para el almuerzo y que no olvidaré, apareció con un óleo que aún olía a sus colores: nos mostró la pintura que yo ahora admiraba y en la que podía ver lo que tantas veces vi: de diferentes tamaños y brillos, con mayor o menor intensidad y junto a los más atenuados, había conseguido hacer que esos seres luminosos y fugaces, se movieran al recorrer la mirada de arriba hacia abajo o a la inversa. El resultado era fascinante. Tras muchos intentos, ese día fue feliz.

–¡No lo cambiaría ni por el Vaticano! nos dijo.

Lo llamé para agradecerle ese regalo de tanta generosidad y para invitarlo a la inauguración de la casa que habíamos comprado en una playa de Sanlúcar, La Jara, un lugar apartado con arena fina, dunas y rocas frente al Atlántico, o "la mar océana" como la llamaban los primeros navegantes de las Américas desde que los Reyes Católicos nombraran Almirante de la mar océana a Cristóbal Colón.

–Llegaré con tiempo y con mis pinceles, Juan. Desde el lugar donde habéis comprado vuestra casa solo se ve el cielo y el océano. No necesitáis otros vecinos.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar