Los camastrones del Duque
Terminé de vestirme para salir con la pandilla. Eran las nueve y cuarto de la tarde y aún lucía el sol en Los Camastrones del Duque, el pueblo de mi antigua y larga familia desde que se hizo el mundo; y poco después Los Camastrones, que así lo llamábamos.
Mi madre apareció en mi cuarto:
–No hagas planes que se ha muerto el tío Simplicio.
–¿El de la tía obusa?
–El de la tita Florinda, bobo, me dijo al salir.
De extranjis la llamábamos la tía obusa desde que se lo puso su cuñado, el tío Heradio. Decía que era para combinar lo explosivo de su carácter avinagrado y de su lengua rabanera, con una obesidad de noventa y seis kilos acomodados en ciento cincuenta centímetros de altura. Al parecer nació con sabañones congénitos que le provocaban muchos dolores y la mala leche. Ocurrió una tarde de verano en el mediofranquismo, lejos aún del final. Por entonces yo era un adolescente granujiento –por las hormonas según Don Mateo, el médico del pueblo– aunque no sé si los granos salían por eso. Pero las hormonas sí que se me salían a mí por todos los agujeros. Sobre todo, cuando bajábamos a la playa donde ya había biquinis. O sus antepasados: dos piezas bastante abrigadas con una franja en la mitad que solo daba vista a unos centímetros de tripa y de espalda. La parte de arriba como una camiseta sin mangas por debajo del esternón. La de abajo, unos pantalones cortos que ocultaban los pliegues glúteos tan provocadores.
–Venga, ponte una camisa oscura y el pantalón azul de los domingos, que vamos a casa de los tíos a dar el pésame, me dijo mi madre desde la puerta.
Vivíamos en una calle larga de Los Camastrones, un pueblo serrano a la vera del mar, ancestral como sus gentes. Calle de La Albahaca se llamaba, y todas sus casas pertenecían a algún miembro de la familia. Desembocaba en la Plaza del Misterio. Durante el verano, algunas noches se sentaban en la pila de la fuente, antepasados ya desaparecidos para discutir asuntos sin resolver. A veces se los oía, pero nadie los había visto nunca. Cuando le contaban al tío Heradio lo que habían escuchado, él sabía de qué asunto y de quiénes se trataba. Si me diera tiempo –decía– mi árbol genealógico llegaría al mismísimo Adán.
La plaza daba paso a una larga alameda flanqueada por ficus y jacarandas. Entre ellos, seis dragos longevos que sumarían más de dos mil años. Es el árbol de la vida cuyas raíces se juntan en un gran tronco y su savia roja, del color de la sangre, tiñe la tierra del paseo y tiene propiedades curativas.
A muchos del pueblo los ha liberado de la enfermedad.
En ambos lados de la calzada, dos filas de viejos coches tirados por jamelgos, siempre a la espera de pasear a los camastroneros o llevarlos a la playa. A mi tío Simplicio (q.e.p.d.), embobado por los dragos, le gustaba pasear en esos coches alrededor de la alameda. Decían los del pueblo que estaba poseído por ellos. Nos dirigimos hacia la casa del fallecido. Al llegar nos recibió la viuda. Me quedé atrás con mis dos hermanos, tres hermanas y una cuarta adoptada, de gran parecido con mi padre. Escuché hablar a mi madre con la tita Florinda, la obusa:
–¿Y qué ha sido lo de Simplicio? le preguntó mi madre.
–Pos de la inflamación que tenía en el hígado, según Don Mateo.
–¿Y él se cuidaba eso del hígado?
–Vaya que se lo cuidaba, se lo lavaba con aguardiente a diario, como le decía Don Mateo, pero ya ves, ni cumpliendo.
–¿Y a tí te dijo Don Mateo que tenía que hacer eso?
–Pos claro leche, siempre que me veía me preguntaba que si hacía el tratamiento.
–¿Y te decía que eso era el tratamiento?
–Mi Simpli me lo decía.
–¿Y qué te dice ahora Don Mateo?
–Pos ya ves, que no ha podido ser, que primero el derrame le mató los pensamientos y luego a él.
–¿Y tú estás segura que eso era lo que tenía que hacer?
–¡Qué pesá eres, prima, coño! A ver, algo bueno le haría, que en teniendo malamente el hígado le ha dao hasta los setenta y tres.
Mi madre se volvió al oír llegar a mi padre. Se había retrasado por la partida de dominó. La miró y le hizo un gesto:
–Eso va a ser, sí –dijo– anda, pasa Manuela, que hay gente esperando.
Entramos al patio de la casa. En el centro estaba el tío Simplicio en su caja. No parecía que se hubiera muerto. El color era el mismo de siempre y con la sonrisa que se le había cuajado y el aflojamiento de la cara, estaba mejor que antes.
Con su traje marrón de los días del Carmen, el viernes santo y Navidad, si el féretro estuviera de pie, yo lo habría saludado. Desparramados por la casa, por la de al lado y por el bar, el resto de la familia. Hasta más de sesenta. Ellos en la sala de la casa vecina, la del tío Cayetano, con un cañero en medio para veinte cañas. Las mujeres de luto riguroso alrededor del finado, aunque no lo parecía. Ellas gemían por turnos y ellos bebían vino sin esperas. Después comenzó el desfile de los vecinos sin parentesco. El primero, Frasquito Miajón, que puso nervioso a más de uno. Recadero en bicicleta de quien solicitara sus servicios, era el más discreto del pueblo. Con su estulticia y su farfulleo al hablar, cualquier indiscreción que se le escapara, no se le entendería. Se le comprendía mejor por señas. Con esos dones, era muy requerido para los furtiveos amorosas de los varones. Y alguna también, chismorreaban las otras.
–¡A ver primas! –gritó la Florinda– los niños están tiraos por los sofales y dormidos, así que a ocuparse. Las madres que se vayan y que se los lleven ya. Aquí se quedan los hombres velando a mi Simpli hasta el responso de mañana temprano. Y de ahí al camposanto, antes de que llegue la calor.
Lo velaron hasta acabar con el vino. Yo me quedé dormido, pero cuando ya clareaba oí cuchichear a mis tíos Heradio, Fulgencio, Rubén y Cayetano.
–Que sí, hombre, que tenemos tiempo.
–¡Pero que Simplicio pesa un quintal!
–¡La Florinda es la que pesa, leche!
–¿Y quién va a querer llevarlo a pasear?
–Yo apaño a uno de los gitanos y si le pagamos bien, se viene con su coche de caballos, dijo mi tío Rubén.
–¿Y le vas a contar la verdad?
–Natural, ¿cómo se lo voy a ocultar?
–Que sí, coño –gritó el tío Fulgencio– vamos, que no se va a ir pa siempre sin su último paseo, que era lo que más le gustaba en la vida al pobrecillo.
Media hora después y sin despertar a nadie, mis cuatro tíos con la ayuda de Frasquito, subieron el féretro al coche de caballos. Frasquito, verde como las hojas de los dragos, tras colocarlo, echó a correr hacia su casa. Lo pusieron vertical para que todos encajaran. Sin la caja, el tío Simpli, hubiera sido uno más. Manuel, el cochero, fijó su mirada al frente sin querer ver nada de lo que ocurría por detrás. Un muerto en su coche de caballos era peor que mentarle la bicha.
–¡Arranca Manuel, dale unas vueltas por la Alameda!
–Le doy tres y ni una más, respondió.
Nadie se enteró del último paseo de Simplicio. Cuando lo volvieron a colocar en el patio, todos vimos que su sonrisa había ensanchado.