Las gafas

Cuando conseguí vencer la pereza que me producía tener que deshacerme de todo lo que sabía que no iba a volver a usar bajé al trastero con determinación; he tenido la pésima costumbre de mudar de casa con frecuencia en busca de la ideal, la que no se suele encontrar, y aunque alguna pueda haberse aproximado nada de lo desechable había salido aún de sus prisiones de cartón.

Pero ese día iba dispuesto a ello y empecé muy bien: había conseguido llenar dos cajas de lo que iba hacia su eliminación cuando encontré una que había olvidado por completo; aunque apenas recordaba su contenido, al ver la inscripción en la que solo se leía -«Sanlúcar»- mi pensamiento me llevó años atrás a la vieja casa de mi familia materna. Cuando mi madre la vendió al quedarse viuda, me autorizó a llevarme lo que quisiera de lo que quedaba antes de entregarla a sus nuevos dueños. No recordaba lo que contenía esa caja, pero al cortar la cinta adhesiva que la cerraba y levantar las tapas de cartón, el olor que se liberó de su interior, inconfundible y evocador, me llevó al cuarto de mi abuela y posteriormente de mi madre: olía a humedad rancia con naftalina de aquellos primeros días de verano tras la clausura del invierno y al aroma de ropa gruesa y antigua con rastros del que siempre fue el perfume de las dos. Me sobrevino un chaparrón de recuerdos de todos los períodos de mi vida en que esa casa, incrustada en mi corazón como una ostra a su a roca, fue su epicentro intenso e inolvidable en lo que todo era bueno, y si algo no lo fue, mi memoria lo envió al trasfondo de su almacén y lo cerró con llave.

Al extraer el primer paquete envuelto en papel de estraza, sonó la campana de la cancela de entrada al patio de la casa con la cadena enganchada al tirador y sus dos siglos de vida sin haber perdido el inconfundible sonido que tantas veces oí: ¿cuántas? ¿cuántas miles de veces la oí o la hice sonar al tirar de su cable? Ir y venir de la casa, entrar para descansar, comer, ducharme y ponerme ropa limpia y sin terminar nada del todo, volver a salir para atracarme de esa vida repleta y generosa que nos daba su mejor regalo con ese tiempo irrepetible.

Continué desenvolviendo fragmentos de mi adolescencia y mi juventud y los fui depositando ordenadamente con la intención de no desprenderme de ellos; ya lo harán quienes conserven los suyos a cambio de estos -me dije- como así debe ser.

Aparecieron muchas fotografías, unas en sus marcos y otras sueltas y desordenadas que contemplé abstraído. Me quedé con todas; algunas despertaban recuerdos y añoranzas, otras me provocaban un sentimiento singular más allá de la curiosidad: todos compartíamos alguna parte de nuestra sangre, tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, y de mi madre niña o joven, en los marcos envejecidos en que fueron colocados por primera vez o en cajas con señales de haber sido vistas y desordenadas. También las imágenes habían sufrido el paso de ese tiempo; algunas permanecerían sin identificar porque nadie que pudiera ayudarme quedaba ya.

-¿Para qué quieres esos adefesios de fotos mías con los vestidos y peinados de esa época? me decía entonces mi madre al verse en esas fotografías.

Pero no estaban todos: la única hermana de mi madre, diez años más joven que ella, se fugó en enero de mil novecientos cuarenta y dos a los dieciocho años con un oficial argentino de un barco mercante, llevándose todas sus fotografías para que no la pudieran localizar. Se decía que la vieron alguna vez en Buenos Aires, pero ni la policía ni un investigador privado contratado por la abuela pudieron encontrarla. En esa casa nunca se hablaba de mi tía Rosario, o Charito, como la llamaban. Cuando mi abuela falleció en diciembre de mil novecientos cuarenta y dos, de sufrimiento decían algunos, continuaba buscándola.

Quería ordenar lo mejor posible las fotografías de mi familia que se iba adelgazando y estaba al borde de la extinción; mi abuela, viuda desde muy joven, solo tuvo dos hijas: mi madre que también enviudó pronto y solo me tuvo a mí en mil novecientos cuarenta y dos, y su hermana pequeña a la que se llevó el amor. Puse las fotos a un lado con intención de conservarlas y seguía rebuscando en la caja cuando palpé un pequeño paquete cuyo tacto me produjo una turbación que me hizo devolverlo al lugar donde estaba. Fue algo instantáneo, pero lo percibí de forma muy viva; pensé que esa sensación se debería a algo físico; me tomé el pulso que era normal y al observarme no encontré nada anómalo; esa fugaz alteración pasó sin más y no le di importancia. Desenvolví por completo el paquete y encontré la funda de las gafas de mi abuela en perfecto estado: al abrirla aparecieron sus gafas de oro como recién salidas de la óptica; mi madre me contaba que siempre hablaba de ellas porque decía que tenían poderes mágicos que la ayudarían a encontrar a su hija y algunas veces me las enseñaba; pero esta vez me cautivaron: parecían hechas a mano con un solo filamento de oro que el óptico artesano hubiera conformado de principio a fin a la medida de mi abuela incluso tallando las pequeñas hendiduras en las que pudo encajar los finos cristales que necesitaba su vista cansada. En la funda pude ver el nombre y la dirección de una óptica de Buenos Aires; le habían hablado de la perfección de un excepcional maestro óptico en el número mil novecientos cuarenta y dos de la Avenida del Cabildo de esa ciudad, y aprovechó un viaje que, decía, tuvo que hacer a Argentina-nunca supo nadie por qué- para que se las fabricaran; fue en mil novecientos cuarenta y dos, seis meses después de la desaparición de su hija.

Me puse a revisar las fotografías que había dejado aparte y comencé con el marco antiguo que tenía más cerca; estaba muy deteriorado como el daguerrotipo que contenía con la imagen desvaída de una niñera de uniforme negro con delantal y cuello blancos que sostenía en sus brazos a una niña de alrededor de un año con un lazo que recogía su escaso cabello; las caras, en especial la de la niña, se definían muy mal; al ver a mi izquierda las gafas de la abuela, de forma casi inconsciente me las puse y volví a mirar el marco antiguo que acababa de ver, pero con las gafas puestas y sin que notara ningún cambio en mi visión, la misma imagen casi irreconocible sin ellas recuperó su nitidez y sus protagonistas aparecieron como debían ser el día en que se tomó aquella imagen. Me las quité de inmediato pensando que pudiera tratarse de una alucinación y las dejé en la mesa; al mirarlo de nuevo, el marco y su daguerrotipo volvían a tener el mismo deterioro y envejecimiento de antes. Revisé varias veces las gafas y al no encontrar nada anormal en ellas me las volví a poner para comprobar que el prodigio se repetía; lo contemplé durante cinco minutos y la imagen de la niñera con la niña permanecía perfectamente nítida mientras la miraba con las gafas. Estaba desconcertado y sin saber lo que ocurría, pero fuera lo que fuese, no me produjo inquietud alguna. Me dejé las gafas puestas y con sumo cuidado extraje el daguerrotipo de su marco; en el reverso había una etiqueta adherida con un nombre y una fecha: «La niña Araceli con su tata. 1842». La niña, era mi bisabuela. Tardé varios días en revisar con las gafas todos los marcos y fotografías y apuntar los hallazgos encontrados que pude leer sin dificultad. Uno de ellos me produjo una gran conmoción: era una foto de mi madre a sus dieciséis o diecisiete años; estaba sentada con su traje rociero y su sonrisa que rara vez desaparecía, en una barca que descansaba aún en la orilla de la playa de Bajo de Guía, llena de gente para cruzar el río hasta el coto de Doñana camino de El Rocío. Al darle la vuelta a la fotografía, escrito con la letra alta y puntiaguda de mi abuela, pude leer: «Charito, con dieciséis años hacia El Rocío».

Era la hermana pequeña de mi madre, pero el parecido entre las dos, me asombró.

Nunca sabré si mi abuela la dejó a propósito o su subconsciente la transformó en su hija mayor, mi madre, Cayetana como ella, que jamás hizo mención alguna a esa fotografía.

Cuando murió mi madre también me hice cargo de los documentos que guardaba en su escritorio, muchos procedentes de la casa de Sanlúcar. Recordaba haberlos revisado alguna vez sin demasiada atención por su desorden y las dificultades para poderlos leer, amarillentos, con manchas y muy deteriorados; los metí en una caja de madera que guardé en un altillo de mi dormitorio. Después de ordenar cronológicamente la mayor parte de las fotografías y lo que fui encontrando escrito sobre ellas gracias a las gafas milagrosas, me propuse revisar de nuevo la caja de madera. El desorden era absoluto, algunos documentos estaban carcomidos e incompletos, otros con páginas desaparecidas, cartas de la abuela a organismos oficiales en España y Argentina, y correspondencia con investigadores privados de Madrid encargados de la búsqueda de su hija desaparecida; todas las respuestas eran desalentadoras: nunca hubo noticias de ella, ni sobre su vida ni sobre su muerte, como si se la hubiera tragado el Atlántico que debió cruzar. Terminé la revisión de toda esa documentación inútil y al devolverla a su caja observé un sobre que aún permanecía dentro: era una carta sin abrir amarillenta y muy envejecida; apenas se podía leer a quién iba dirigida ni quién la enviaba. Me puse de nuevo las gafas y al ver su destinataria, la fecha y el remite, se me disparó el corazón: iba dirigida a mi abuela Cayetana, el sello del servicio postal argentino era de diciembre de mil novecientos cuarenta y dos y en el remite tan solo ponía Charito, sin dirección.

Mi abuela no habría podido leerla al haber muerto precisamente en diciembre de mil novecientos cuarenta y dos y en esa época las cartas tardaban meses en llegar desde Argentina, pero nunca podré saber por qué estaba sin abrir en el escritorio de mi madre.

La leí despacio y conmovido. Mi tía Charito se dirigía a mi abuela y a mi madre:

«Queridísimas mamá y hermana» y a continuación pedía perdón por su huida que explicaba: se había enamorado locamente del que era ya su marido, Mauricio, un argentino oficial de un barco mercante del que se había quedado embarazada; no pudo afrontar la repercusión que ello iba a tener sobre su familia y ella misma en la España de la posguerra y huyó para evitarlo; también les decía que había tenido una hija preciosa que llamó Cayetana «como vosotras» y que se ponía en contacto con ellas porque quería arreglar de la forma que fuera precisa lo ocurrido y reparar el daño que les había causado; y seguía escribiendo: «mi marido, Mauricio, es un buen hombre y un caballero que me hace muy feliz. Sueño con el día en que me podáis perdonar y esperaré el tiempo que sea y en las condiciones que os parezcan oportunas para volvernos a ver. Os echo de menos rabiosamente y llena de tristeza que empaña la felicidad que Mauricio y mi hija Cayetana me dan. Estas serán mis primeras Navidades sin vosotras y sé que lloraré mucho como lo hago mientras escribo esta carta. Os envío mi dirección para que cuando me perdonéis me podáis localizar. Os quiero muchísimo y siento lo que hice porque creí que era lo mejor. Ahora, ya no lo sé».

Tardé un rato muy largo en controlar mis emociones. ¿Cómo ha podido durar esta desgracia treinta y ocho años? ¡Una carta de mil novecientos cuarenta y dos se lee por primera vez en mil novecientos ochenta! De las tres protagonistas al menos dos han muerto, ¿vivirá la tía Charito? No me costó demasiado contactar con ella por teléfono, aunque tuve que esperar a que pudiera asimilar las tristes noticias que le tuve que dar. Al cabo de unas horas me llamó y hablamos mucho, algo menos de otros treinta y ocho años. Una semana más tarde la pude abrazar en Buenos Aires. La familia ha engordado con mis tíos Charo y Mauricio, sus hijos Cayetana, Mauricio, Rosario, Alfonso como mi padre y Estela como la suegra de mi tía, además de dos nietos y alguno de camino. Un año más tarde, también yo esperaba un hijo y ellos tenían otros dos nietos más.

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