La entrevista

Tras habérsele concedido el mayor galardón de La Muy Honorable e Impoluta República de Armacadamia del Sur, la Gran Cruz del Faisán de oro y brillantes con distintivo verdi-blanco (por ser el condecorado de origen meridional), se le citaba para una entrevista en la TV nacional central.

Se trataba del afamado y reconocido maestro quirurgo Profesor Arquemio Amarato, por sus sesenta y cinco años de profesión. Aunque algunos decían que los del ministerio lo habían organizado como homenaje póstumo y otros que, dado su grado de vesania y desinhibición, podría resultar una despedida heterodoxa o irregular cuando menos, y con alta probabilidad de ser muy amena para los ciudadanos de la República.

«Se ultraja así, dijo el premiado, mi consustancial modestia, al ser mi aceptación a la entrevista, de carácter democráticamente obligatorio, sin réplica ni prerrogativa».

El gobierno lo notificó de esta manera:

«Esta entrevista será retransmitida para todos los habitantes esencialmente vivos de la República (se excluían las UCIs de tratamientos finales) con la obligatoriedad de visualizarla de grado o porque sí, sin distinción de edad o sexo, vigiles o durmientes, salubres o dolientes y en cualesquiera circunstancias en que se hallaren, sin exclusión de la coital activa o la abstinencia, fuera voluntaria o forzosa, así como todo lo eludido por imposibilidad de inclusión completa no imputable a este gobierno».

La entrevista comenzó a la hora exacta, como se programa la muerte desde el más allá, sin un solo segundo de adelanto ni de lo contario. La abrió un exultante periodista y sin más:

P. Respetado profesor: díganos si es cierto que su excelsa carrera comienza cuando obtiene la más alta calificación, nunca antes alcanzada, en la prueba nacional para el extremado conocimiento del arte de la Medicina y la Cirugía: todas las preguntas del exhaustivo cuestionario fueron correctamente respondidas por usted. Si su respuesta es sí, en siéndolo, díganos cómo lo consiguió.

R. Antes del cómo ­-dijo el profesor- debo agradecérselo, como tantas cosas, a mi padre, naturalmente.

P. Naturalmente, claro -dijo el periodista- y prosigo: se dice que tal vez su padre...

R. No prosiga -respondió el maestro- que sigo yo: toda vez que mi padre, gran conseguidor de lo inaccesible, fue informado por fuentes opacas del lugar exacto donde se custodiaba el examen, todo rodó con discreción y holgura. Los cuestionarios para el examen se hallaban en la caja de caudales del despacho del ministro del ramo, en la planta séptima del ministerio. No precisó del escalo ni de la fuerza para su objetivo.

Para lo primero utilizó un ascensor al que pudo acceder con la alternativa de lo segundo: todas las llaves necesarias incluida la de la caja de caudales.

Un alto funcionario del lugar, acreedor de toda la vida de mi señor padre por múltiples favores previos, puso todos esos medios a su disposición. Incluso se puso a él mismo para desactivar cualquier ruido que pudiera causar alarma. Se obtuvo así el cuestionario, el que daba o quitaba el sosiego y la prosperidad. En su totalidad, naturalmente.

P. Naturalmente, profesor. Y es ahí cuando llega el momento más importante: su momento, maestro. (los de sonido de la TV central hicieron sonar clarines)

R. El trascendente, sí, -respondió el profesor- se lo referiré: una vez me fue entregado ese documento que plasmaba el infierno, me tocó la ardua tarea de buscar respuestas en los libros, una tras otra, a las tres centenas de preguntas odiosas que contenía. Menos dos que creí saber, aunque mi duda me obligó a confirmarlo rebuscando de nuevo en los textos por los que me perdía. Y en buena hora lo hice, porque resultó que la hepatología no se refería a los patos, unos animalillos que producen el foie gras, como tampoco las micciones tenían que ver con los lugares donde las almas altruistas y generosas acuden para ayudar a los pobres y desvalidos negritos. Créame usted, que esas palabras tan raras del cuestionario, son el infierno.

P. Cómo no, le creo ¿Y qué acontece después de ese penoso y duro quehacer? vuelve a inquirir el reportero.

R. Debo recordar otra vez el ingenio de mi padre: además del cuestionario, se hizo con un formato del examen sin respuestas aún, listo para su cumplimentación con mi esfuerzo anterior. Y tal cual, así lo hice. Brillante ¿no?

P. Brillante, sí -contestó el entrevistador- ¿Y tras ello? preguntó de nuevo:

R. Tras ello llega el pánico, el riesgo, el momento culmen del sutil cambiazo, con habilidad y sin que nadie se percatara de ello. Después, tras el clímax, por fin, llega el triunfo, claro.

P. Claro, el merecido triunfo. Y dígame, maestro: ¿fue duro para usted hazaña semejante?

R. Pues no -respondió el profesor- en absoluto. Para estas empresas, nuestro país cuenta con un caudal inagotable de seres incompetentes, sí, incompetentes, pero sin el fardo del incómodo escrúpulo, y que son capaces de obtener por medios enigmáticos y foscos, lo que muchos competentes no consiguen y pasan su vida adelgazando de sufrimiento y fatigas en intentos vanos.

P. Parece claro, maestro. ¿Y cuál es su papel en algo tan inextricable?

R. Pues le diré, amigo gacetillero: sin saber bien el significado de esa palabra que usted usa, pero por si acaso, le comunico que formo parte de la esencia y del brillo de las personas que rigen el devenir de nuestro país y lo engrandecen con su perspicacia. Me tengo por hombre proberoso, palabra surgida de mi ingenio, y que no es sino una forma de ser híbrida entre el hombre probo y el poderoso, donde lo probo, cuyo significado apenas recuerdo, ocupa nada ante lo poderoso, que no necesita explicación. ¿Le queda claro?

P. Perfectamente claro, profesor. Y por fin, para no cansarle en demasía ¿qué hacía usted a la hora del quirófano? ¿no son las manos lo que cuenta?

R. Muy cierto, amigo mío: en ese momento solemne en que da comienzo la liturgia del acto quirúrgico con la colocación del campo esterilizado  preventivo de la complicación infecciosa,  y lleno de confianza en mis colaboradores, yo me iba a otro campo a retozar entre las margaritas, y sobre una especialmente, enfermera ella y pendiente de mi firma para un contrato definitivo, siempre dispuesta a aliviarme del estrés que causa mi dura profesión.

Los aplausos inundaron el cielo de la República.

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