Gabana
Ocurrió a mis dieciocho años; aún me pregunto porqué el guionista manejó los hilos de mi azar de esa forma tan caprichosa.
–Adiós mamá, adiós, Eva, me voy corriendo. Volveré tarde o muy tarde.
–Ten cuidado, Jaime. Vais de despedida ¿no?
–Sí, mamá. Y a ti hermanita, cada vez te falta menos; y cada vez más guapa con esos ojazos verdes que van a arrasar.
Nos reuníamos para celebrar nuestra metamorfosis: de crisálida a mariposa, y a volar; del colegio a la Universidad. En mi caso, al Conservatorio.
–Quiero ser pianista mamá, lo sueño muchas noches desde hace tiempo.
Así se lo dije a mi madre cuando decidí dedicar mi vida a la música; al piano. Tendría ocho o nueve años; me entendió y me ayudó: tuve clases de solfeo, aprendí a leer partituras y a tocar lo más elemental al mismo tiempo que mis estudios. Al terminarlos, me regaló un piano.
Esa noche celebrábamos el fin de la etapa escolar. Éramos un grupo grande, chicos y chicas del mismo instituto; nos reunimos en una discoteca conocida de Madrid.
–Jaime, la rubia de la falda azul del grupo de la barra no para de mirarte; a mí me suena su cara, me dijo Gustavo.
–Sí, creo que es de otra clase, aunque llegó el último año; pero nunca hemos hablado.
–Pues yo me aseguraría, es un bombón.
Me pareció una buena idea y me dirigí directamente a ella
–Hola, nos conocemos ¿verdad?
–Sí, eso me pareció, por eso te miraba. Soy Lidia.
–¿Solo por eso? –ella sonrió– Yo soy Jaime.
Estuvimos juntos toda la noche, y muchos días más.
Nos enamoramos como lo que éramos: dos jóvenes recién asomados a una vida más libre y a la universidad.
No tardé en llevarla a casa. Lidia y Eva se entendieron muy bien. En realidad, Lidia, fue una más en muy poco tiempo; también para mi madre. No pudo conocer a mi padre, como tampoco Eva; un infarto se lo llevó dos meses antes de que mi madre diera a luz; yo no había cumplido aún tres años. En mis recuerdos de entonces apenas aparecía mi padre. Una gran foto suya enmarcada, con sus grandes ojos verdes, como los de Eva, ocupaba ese lugar en mi memoria más temprana.
Lidia y Eva, se hicieron amigas y cómplices a pesar de su diferencia de edad. Pasábamos mucho tiempo los tres en nuestra casa. Mientras yo practicaba en el piano, ellas estudiaban juntas y cuando descansaban, también se ponían de acuerdo para meterse conmigo.
–¿Hasta qué hora vas a estar tocando las escalitas esas tan aburridas? Déjanos ver la tele, anda Jaimito.
–Tengo que estudiar, rubias pesaditas.
–Pues sí, rubias y listas. Y tú ¿De dónde sales con ese pelo y esos ojos más negros que el carbón? me decía Lidia.
–Dice mi madre que se lo encontraron debajo de un puente y que luego llegué yo para compensar.
Era una época muy feliz de mi vida que un día se truncó.
Para mi asombro, recibí un mensaje de Lidia, en el que rompía nuestra relación con un final escueto:
–Tú sabes de sobra porqué. No quiero saber nada de ti.
Me quedé desconcertado, perdido y sin entender lo que estaba ocurriendo. Docenas de llamadas a Lidia tenían un clic como respuesta; después, el bloqueo; igual me ocurría con sus amigas; tan solo una, con mal tono, me dijo:
–Claro que lo sabes, no seas hipócrita. Yo estaba con ella– y colgó.
Tampoco pudieron contactarla ni mi madre ni Eva. Decidí abordarla y la esperé un día en la puerta de su casa: intentó evitarme sin escuchar mis ruegos; de repente se volvió hacia mí, me miró con ira y dijo:
–¡Cómo te atreves a buscarme! ¡Eres un golfo y un jeta! ¡Cómo tienes la poca vergüenza de decir que no sabes nada! Te vi con mis ojos morreándote a tope con una tía en Gabana. Y tengo testigos que estaban conmigo. ¡Déjame en paz y no me busques nunca más!
No pude reaccionar. Me fue imposible registrar lo que me acababa de ocurrir; no recordaba la última vez que estuve en esa discoteca. Tenía que serenarme y pensar.
Solo se me ocurría que alguien pudiera parecerse a mí y con poca luz, provocar la confusión. Pero ¿cómo podían estar tan seguras, Lidia y sus amigas? Tenía que intentar saber algo. Volví esa noche a la discoteca y pregunté a los porteros si me reconocían de verme entrar; dudaban si era una broma:
–Se lo pregunto en serio: es muy importante.
–Pues sí, vienes por aquí alguna vez; pero tú y muchos más. ¡Cómo para conoceros a todos de noche!
También a los camareros; extrañados por mi absurda pregunta, me miraban y la respuesta, con alguna variante, solía ser la misma:
–Supongo que sí, ahora estoy trabajando.
Uno de ellos fue más explícito:
–Pues claro, os serví yo hace unos días; serás tú el que no se acuerda, que estabas muy ocupado. ¡Qué ansia, tío!
Me quedé pasmado; en efecto, alguien se parecía a mí. Era la única explicación posible.
Decidí encontrarlo: esperaba en la puerta de la discoteca cada noche, eludiendo las preguntas de los porteros hasta que se cansaron de hacerlas.
Y una noche ocurrió: alguien que se acercaba a mí, disminuía su paso al aproximarse: me quedé estupefacto: durante unos instantes no pudimos apartar la mirada el uno del otro.
Él, yo, mi exacta imagen, un espejo de carne frente a mí, me miraba sin poderse mover. Tampoco yo podía. Solo nuestra indumentaria nos diferenciaba.
Con dificultad, pude hacerle una primera pregunta:
–¿Quién eres?
–¿Y tú? me respondió.
Cuando el shock comenzó a amainar, nos alejamos y pudimos hablar. Yo supe todo lo que no sabía; él ya conocía la primera parte: que era hijo adoptado en un país del este de Europa; sus padres se lo contaron al llegar a la adolescencia. Yo me enteré en ese momento y los dos fuimos conscientes de que éramos gemelos, pero no sabíamos nada más.
Charlamos durante horas. Tuvimos suerte en nuestra adopción, pero quedaban muchas preguntas en el aire. No nos sobrecogió saber que habíamos elegido el camino de la música; su ilusión era la dirección de orquesta.
Al llegar a casa, mi madre lloró con amargura: desesperados tras varios años por no tener hijos, recurrieron a la adopción donde era más fácil obtenerla, y pocos años después, sin esperarlo, se quedó embarazada de Eva. Al enviudar, no tuvo el coraje de contarme la verdad; pero no me quedó ninguna duda de su absoluto desconocimiento de la existencia de mi hermano gemelo, Mario.
Al hablar con él esa noche me confirmó el asombro de sus padres al enterarse.
Poco a poco la conmoción fue remitiendo, recuperamos el sosiego, y yo a Lidia.
Después de mucho tiempo, dinero y dificultades, Mario y yo encontramos lo que buscábamos; nuestros padres murieron en un accidente de tráfico; tenían dos varones gemelos que no viajaban con ellos. Los pocos familiares que pudieron localizar las autoridades, se desentendieron de nosotros. Nuestro padre era pianista y nuestra madre, soprano; aunque no conocieron la fama. No pudimos encontrar ninguna fotografía de ellos, pero seguimos buscando.
Una institución estatal nos dio en adopción por separado; era más fácil así.