El suicidio
Al llegar a comisaría, el policía de puerta se dirigió a mí:
–Buenos días, inspector Granell, el comisario le espera.
Entré directamente a su despacho; me saludó y me entregó un expediente:
–Hola, Anselmo, esto es de anoche; parece un suicidio sin más; échale un vistazo y date una vuelta.
–De acuerdo, me pongo con ello, respondí.
Mientras tomaba un café, leí la transcripción ya escrita, recogida la noche anterior por la policía judicial, en el lugar de los hechos. El primer interrogado los refería con precisión:
–Me sobresaltó un golpe seco y fuerte; era de noche y hacía calor. Yo trabajaba en mi despacho y la ventana, que da al jardín, estaba abierta; parecía proceder de ahí. Al asomarme desde la séptima planta, no pude ver nada, pero otras viviendas se iluminaron; y de repente oí gritos. Algunos vecinos llegaban con linternas, pero enseguida se encendieron las luces de los bajos de la casa y del jardín. Pude ver sobre las baldosas de piedra del camino que va la piscina, a una mujer, deformada por el impacto, en un charco de sangre; llevaba un camisón liviano y las piernas y los brazos desparramados; la cabeza volteada a la izquierda y oculta por su melena. Los que estaban abajo, la reconocieron enseguida y gritaron que era Lourdes, una vecina. Seguí leyendo el informe; todos los interrogados coincidían: Lourdes, era una mujer depresiva que se había tirado desde su ventana, cuando, al parecer, estaba mejor.
–¡Pero qué horror, cuando mejor estaba! ¡Pobre mujer, pobre padre!
Todos los testimonios se repetían en el mismo sentido. Algunos vecinos acompañaron al padre de la fallecida y lo persuadieron de que no bajara. Unos días más tarde, me llegó el informe de la autopsia; había algo que no entendía muy bien. Y seguía dándole vueltas a la información de los vecinos: Lourdes era depresiva, pero en los últimos meses había recuperado las ganas de vivir. Decidí hablar con el forense:
–A ver doctor, explícame lo de las sustancias antidepresivas y ansiolíticas: ¿qué quieres decir con que su detección en cantidad significativa no es concluyente?
–Pues que las tomaba a diario desde hacía años; tenía un trastorno mental importante, y tal vez ese día se pasó de dosis. Pudo sentirse mal y al asomarse a la ventana caer al vacío; o pudo tirarse.
–¿Porqué te interesa tanto?
–Sí, bueno, no sé, he preguntado a los vecinos y parece que estaba bien. Será lo que aparenta ser, pero voy a darle una vuelta más.
–¿Has hablado con el padre?
–Más o menos, estaba aún conmocionado y desorientado. Esperaré a saber más cosas.
En los días siguientes conseguí más información:
Lourdes, de cincuenta años, vivía en el piso octavo con su padre, Carlos, de ochenta. Médico, viudo y jubilado, solo él conocía el diagnóstico exacto del trastorno psiquiátrico de Lourdes, al que siempre se refería como inestabilidad emocional. Tenía otros dos hijos varones. Uno de treinta y dos, se fue de casa a los veintiséis; violento y de imposible convivencia por su adicción a la heroína; nada se sabía de él. El mayor de cincuenta y uno, casado y con dos hijas, era empresario arruinado y reinventado en tres ocasiones. Rompió la relación con su padre al negarse a avalar con su casa un crédito para una nueva aventura. Ninguno de ellos acudió al funeral e incineración de Lourdes. Al interrogarlos, me sorprendió la indiferencia de ambos ante la muerte de su hermana. El más joven llegó a decir:
–¡Porqué no se habrán tirado los dos!
El mayor, impasible y frío, se limitó a responder:
–No sé que puedo yo aportar al caso; los problemas con mi padre no son de su interés, inspector.
Hablé con el comisario; a pesar de su escepticismo, me autorizó a investigar al padre de la fallecida. En el registro de la propiedad no encontré nada a su nombre, pero sí al de su hija: todos los bienes paternos, casa, acciones, terrenos, se los había donado unos meses antes, y tras ello, había otorgado nuevo testamento: Lourdes era beneficiaria, además de la tercera parte de la legítima, de los otros dos tercios, el de libre disposición y el de mejora voluntaria. Seguí el hilo para saber si también la fallecida había hecho testamento. Y así fue: en compañía de su padre, se llevó a cabo con la concurrencia de dos facultativos ante el notario que confirmaron su capacidad para testar. En el documento se dictaminaba que, si su muerte acontecía con anterioridad a la del padre, le legaba una cantidad mensual para su manutención de por vida; todo lo demás se repartiría entre diez organizaciones benéficas concretas, de países extranjeros. Se especificaba que, a la muerte del padre, el patrimonio restante pasaría a los otros beneficiarios. Le conté mis hallazgos al comisario que autorizó interrogar al doctor Carlos B. Me recibió un hombre muy envejecido incluso para su edad, de pelo abundante, blanco y desordenado, tez muy pálida y mirada turbia y triste; con voz pausada y débil, me invitó a pasar al salón.
–Inspector, siéntese por favor.
–Muchas gracias –contesté– y añadí:
–Siento molestarle en estas circunstancias doctor, pero me gustaría hacerle algunas preguntas.
–Claro, usted me dirá.
–Es respecto a su situación familiar; me ha sorprendido la sucesión de hechos que se han dado antes de lo ocurrido.
–¿Y qué le sorprende de ellos? Ya conoce el triste final que mi hija decidió para poner término a su desgraciada vida.
–Pues precisamente eso, ese final justo cuando usted había dispuesto todo para beneficiarla hasta el máximo que la ley permite. Supongo que por eso lo hizo, ¿no?
–Así es, inspector, compruebo que tiene buena información; pero mi hija era muy consciente de la incertidumbre de su futuro en mi ausencia. Tenía problemas mentales, sí, pero no le impedían ser capaz de pensar con lucidez, sobre todo en períodos favorables. Probablemente los más peligrosos.
–Igual de consciente que lo era usted, ¿no? –dije– Imagino su inquietud al pensar en ese futuro sin su protección; y con los hermanos que tiene y que he podido conocer.
–Pues entonces podrá entender porqué lo hice.
Me turbé al oír esa frase; algo en mi subconsciente, intuido tal vez, afloraba en ese momento.
–¿A qué se refiere? pregunté.
–A lo que he hecho para ayudarla, claro, y para no beneficiar a mis hijos. ¡No se lo merecen! dijo elevando el tono de voz.
–Ya, puedo entenderlo, pero no tanto la decisión de su hija.
–¡Y quién puede conocer el pensamiento de un ser tan infeliz como mi pobre hija Lourdes!
–Bueno, sí claro. Supongo que usted sabrá que por ley es beneficiario, al menos, de la parte que le lega su hija al haber fallecido antes que usted -y añadí- por lo que cuando usted muera, beneficiará a sus hijos.
–Pues no exactamente, inspector; como conocerá también, he ejercido mi derecho a renunciar a esa herencia hace unos días, una vez muerta mi hija y cerrado el caso.
–Muy cierto, pero ¿no litigarán sus hijos esas donaciones?
–Que lo intenten. ¿Diez litigios fuera de España con ONGs, para obtener, en el mejor de los supuestos, una escuálida cantidad de dinero? Lo dudo.
–Ha pensado usted en todo, doctor, aunque sigo sin entender el suicidio de su hija.
–¿Tiene usted hijos, inspector?
–Sí, dos, chico y chica.
–¿Es usted feliz?
–Lo soy.
–Pues siga siéndolo, y exprima mucho esa felicidad, siempre tan frágil. No hurgue en desgracias ajenas, porque por muy racionales que sean sus deducciones, no conoce los motivos del corazón que a veces condicionan los actos del ser humano y lo llevan por caminos tortuosos y dramáticos.
–Pero entienda que mi oficio es descubrir la verdad. Otros la juzgarán, no yo.
–Haga usted lo que crea que debe hacer, inspector. ¿Puedo retirarme ya?
Los dos nos levantamos. Arrastrando los pies, el doctor Carlos B. me acompañó hasta la puerta.
–Nos veremos de nuevo, Don Carlos.
–¡Quién sabe, inspector!
Una semana más tarde, me entregaron el informe de la autopsia del doctor Carlos B. encontrado muerto en su cama. En la mesilla de noche, frascos de barbitúricos y antidepresivos causantes de su muerte; los mismos que se hallaron en el cuerpo de su hija.
En ese mismo informe, también se decía:
«Gran carcinoma hepatocelular con metástasis diseminadas de múltiples localizaciones....»
Dejé de leerlo.