El delta del Okavango

Aún no había amanecido cuando llegábamos a la orilla de una de las grandes islas del delta del río Okavango, donde esperábamos ver el gran búho pescador que criaba en esa época en el delta. De sesenta centímetros de altura y ciento cincuenta de envergadura, podía pescar peces de hasta dos kilos. Mi guía Joseph, hacía avanzar el mokoro, una canoa hecha artesanalmente con el tronco de un árbol, ébano o kigelia, para recorrer aguas pocos profundas, con la pértiga que hundía en el fondo para hacerlo avanzar. Era un viaje agradable y calmo pero con incontables sonidos animales: rugidos inconfundibles, barritos, bufidos, bramidos graznidos, de toda clase de animales de tierra, aire y agua. A esa hora de transición de la noche al alba, se podían oír a los que despertaban y a los nocturnos que se retiraban para resguardarse. El delta estaba pleno de agua tras la gran inundación de junio. Poco antes de alcanzar la orilla, Joseph se detuvo bruscamente, sacó la pértiga y se volvió hacia nosotros con el dedo índice en sus labios fruncidos. Guardamos silencio de inmediato y pudimos oír un sonido: un maullido más intenso y ronco que el de un gato doméstico, constante y como un llanto.

–¡Cachorros de leopardo! dijo Joseph.

Volvió a clavar la pértiga en el fondo de un agua casi transparente y avanzó muy despacio abriéndose camino entre los papiros y los grandes nenúfares que ocupaban buena parte de la superficie, rotos muchos por el poco cuidado de los hipopótamos. Al acercarnos a la orilla el ruido se distinguió con claridad y se hizo más intenso con cada impulso de la pértiga: eran maullidos fuertes y desesperados de dos pequeños leopardos. Al llegar, Joseph varó la canoa y los vimos a menos de diez metros; estaban bajo una gran palmera, atados de una pata por cuerdas de las que intentaban zafarse. Ellos también nos vieron y sus maullidos aumentaron. Joseph gritó:

–¡Furtivos! ¡Vámonos!

Hacía dos días que llegué al campamento de ese lugar tan especial que cada año aparece, se transforma, permanece unos meses y desaparece después. Un milagro de la naturaleza que empuja al río Okavango desde su nacimiento en las tierras altas de Angola, para recorrer mil seiscientos kilómetros por un camino inesperado y de poca pendiente, hasta desembocar no en el mar como casi todos los ríos, si no en un inmenso delta que inunda y transforma más de quince mil kilómetros cuadrados del desierto del Kalahari. Es el delta del Okavango, un paraíso salvaje que, según algunos, sería comparable a lo que Dios preparó para el hombre recién creado del barro: el jardín del Edén. (Génesis 2,8-14). Ese fue mi sueño de muchos años y lo empezaba a disfrutar cuando surgió lo inesperado.

Al oír los gritos de Joseph, miramos hacia todos lados sin poder distinguir nada. Solo veíamos una gran masa vegetal sobre la que se erguían palmeras, mopanes, acacias, baobabs, y un paisaje inabarcable de humedales y pastizales. Joseph había saltado del mokoro para darle un primer impulso de alejamiento, cuando un hombre armado con un rifle lo sujetó de la camisa mientras otro, que aparecía también de la nada se abalanzó sobre la canoa sujetándola con sus manos. Nos miraba con un gesto estúpido y receloso. El que iba armado se dirigió a Joseph en botsuano, su lengua gentilicia. Hablaron en un tono alto, agrio y desabrido durante unos minutos. Al cabo, Joseph se volvió hacia mí y para mi asombro me habló en un español básico pero inteligible; me explicó con dificultades que los otros sabían inglés y él les había dicho que yo solo hablaba español. Entonces muy despacio para que pudiera entenderme, le dije:

–¿Y qué quieren de nosotros?

–Quire todo.

–¿Qué es todo?

–Mocoro, dinero, armas, todo tú llevas.

–¿Y después?

–No dise, pero tine rifle.

No necesitaba añadir nada. ¿Años esperando para conocer este paraíso y ahora, sin verlo, pudrirme aquí para siempre?

–¿Tú crees que nos matarán? le pregunté.

–Yo creo sí, yo conose uno.

–¿Conoces a uno?

–Sí, en Botswana prisión mucho tiempo, o matan si corren.

–¿Y por qué no nos han matado ya?

–Yo dise tú mucho dinero en tent camp.

–Ah, le has dicho que tengo dinero en mi tienda del campamento ¿no?

–Sí eso dise yo. Hablan qué hasen para dinero tuyo en camp.

–¿Y para qué quieren el mocoro?

–Ellos camina, no mocoro.

La noche desaparecía y una gran claridad la empezaba a sustituir. Pude verlos a los dos. Eran jóvenes, sucios y con gesto de miedo que ocultaban con ferocidad y violencia. Sentí una gran rabia y no me resignaba a dejarme matar sin más. Llevaba un cuchillo escondido en mi pantalón y se lo dije a Joseph. Él también era consciente de que si no hacíamos nada, sería el final. El que llevaba el arma aumentaba su nerviosismo al oírnos hablar sin entendernos. Volvió a gritarle a Joseph, mientras le golpeaba con el cañón del rifle en el pecho:

–¿Qué te dice? le pregunté.

–Dise vamos serca camp tú vas para dinero yo quedo.

–Pues diles que sí y ya veremos durante el camino qué…

No pude terminar la frase. Un rugido continuo e intenso se aproximaba a gran velocidad abriéndose paso entre los papiros que lo ocultaban. El del rifle gritó y se volvió hacia el lugar de donde procedían los rugidos ya muy próximos. Joseph me gritó:

–¡Es madre cachorros!

Miré al del rifle que apuntaba hacia lo que él sabía que llegaba. Y así fue: apareció la leoparda en el momento en que un sol cegador sobrepasó la altura de los papiros deslumbrando al furtivo que no pudo apuntar bien. Erró el disparo y no tuvo tiempo de nada más. Con un salto de más de cinco metros, la leoparda lo alcanzó dejándolo malherido de un violento zarpazo que le destrozó la cara antes de perderse de nuevo asustada por el disparo. El otro permanecía en el agua mirando agazapado a su compañero y agarrado con sus dos manos al mocoro. Aproveché su distracción para sacar el cuchillo y clavárselo en las manos que retiró con un grito de dolor sin atreverse a ir a tierra. Joseph se volvió y al ver lo que acababa de ocurrir, empujó al mocoro y saltó a su interior hundiendo la pértiga con todas sus fuerzas para perdernos por el canal. Golpeó al herido que intentaba acercarse sin conseguirlo y nos alejamos.

–Rápido, llama al campamento y dame el teléfono, me dijo Joseph.

Le oí hablar en botsuano un buen rato. Me asombró su manejo de la pértiga con una sola mano mientras contaba lo ocurrido:

–Ya vienen los rangers armados en una lancha de motor. Los atraparán, me dijo.

Llegamos al campamento y declaramos lo ocurrido a la policía. Los habían atrapado y los cachorros sobrevivirían.

Al día siguiente salimos hacia "chief island", la principal isla del delta. Íbamos a hacer un safari –el significado en swahili es viaje– a pie y sin armas. En Botsuana, solo a los rangers del gobierno se les permite llevar armas. Las de los guías particulares son la experiencia y la astucia.

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