El camino de los piconeros

El día que por primera vez la oí cantar, quedé fascinado por su voz. Me adentré en la serranía orientándome por su canto; quería encontrarla. Casi oculta por una densa vegetación de quejigos, madroños y lentisco, vi una cueva de dónde parecía proceder; al acercarme, la voz calló. La entrada la cubría una cortina gruesa de esparto; la aparté y metí la cabeza: la silueta de una joven desapareció tras un cortinaje mientras una mujer de edad avanzada, con una saya negra raída y un delantal, me gritaba con cara de furia expulsándome de su cueva.

Salí de allí y aunque no volví a ver a la joven, la oía cantar cuando iba a visitar a mis abuelos; me escondía para oírla, pero al acercarme paraba; suponía que ella también se ocultaba para verme.

Durante días, dejé de oírla; me atreví a ir hasta la cueva, pero estaba vacía. Yo tenía entonces catorce años, y estudiaba la carrera de piano en el conservatorio.

Mis abuelos tenían una finca, «La lobera» en la parte más alta de la sierra, a la que solo se podía llegar andando o en caballería. El camino era abrupto y se decía que peligroso; al parecer aún quedaban algunos maquis desesperados escondidos por los cerros, aunque hacía diez años que había terminado la guerra civil. Por ese mismo camino, pasaban los piconeros con sus acémilas para hacer picón; y contaban que, a veces, se oía una bella voz femenina y juvenil, que cantaba coplas; pero no se sabía su procedencia ni nadie había visto a la joven. Corría el rumor de que sus padres se metieron en el maquis, y murieron en un enfrentamiento con la guardia civil.

Yo seguí mi carrera en Viena, donde permanecí diez años; dos más tarde, era profesor de piano en el conservatorio de mi ciudad y concertista con varias orquestas.

Me avisaron para colaborar en un casting de selección de una soprano para un gran concierto que se iba a realizar en el auditorio local. Yo estaba al piano cuando una voz me hizo levantar la mirada; nunca la había visto, pero reconocí su voz.

Mi pensamiento volvió a la cueva, al camino de los piconeros y a mis abuelos, ya fallecidos. Me entristeció su ausencia.

Cuando se anunció su elección, me acerqué y me presenté; por primera vez había oído su nombre:

–Hola, Lucía: me llamo Santiago, y quiero darte mi más sincera enhorabuena por tu elección. Me alegra muchísimo verte por primera vez, pero tu voz la oí hace muchos años y no se me ha olvidado.

–Muchas gracias, Santiago, sé muy bien quién eres. Tú nunca me pudiste ver, pero yo a ti sí, muchas veces. Me halaga que hayas reconocido mi voz.

Me contó que sus padres se unieron al maquis y murieron. Su abuela se la llevó para esconderla y vivieron en la cueva que descubrí, pero al sentirse muy enferma se presentó en casa de mis abuelos y les explicó la situación: que yo era huérfana y ella se estaba muriendo; sabía que eran buenas personas y les pedía si podían quedarse conmigo para las labores domésticas, pero que me escucharan cantar alguna vez porque mi voz era extraordinaria.

–Mi abuela murió y tus abuelos se quedaron conmigo; trabajaba para ellos y cuando me oyeron cantar, me enviaron a clases de canto con una soprano ya retirada, tres veces por semana: me dieron cariño y una vida nueva; mi afecto y gratitud hacia ellos son ilimitados. Sé que tú nunca le contaste a tus abuelos que oías cantar a una joven por el camino de los piconeros. Me di cuenta que tú eras su nieto por las fotos de la casa. Yo tampoco les dije que me escondía para verte pasar cuando ibas a verlos. Seguí tu carrera en Viena cuando hablaban de ti. Al morir primero tu abuelo y al año tu abuela, te reconocí en los funerales. No me atreví a saludarte.

–¿Cuánto tiempo viviste con mis abuelos?

–Seis años. Al cabo de ese tiempo, me ayudaron a abrirme un nuevo camino en la lírica, y conocieron mis primeros triunfos. ¡Lo que daría por tenerlos hoy aquí!

Desde ese día, coincidí muchas veces con Lucía en conciertos en los que nuestra presencia era requerida. Cuando no lo era, coincidíamos después, en el hotel o en nuestra casa, cuando la distancia lo permitía. Heredé «La lobera» al fallecer mis padres, y cuando se pudo llegar a la casa de la finca en todoterreno, Lucía y yo, ya jubilados, nos retiramos a vivir allí.

Les contábamos a nuestros hijos y nietos historias de esa serranía por aquellos tiempos de lobos, de maquis y de piconeros, todo ya desaparecido. Pero la cueva y el paraje que la esconde, permanecen intactos.

Lucía y yo, ya no podemos adentrarnos por esos recios lugares, pero todos, hijos y nietos conocen bien ese tótem de nuestra familia; la cueva. Al verla por primera vez, su expresión era siempre la misma: «alucinaban» de que su madre o su abuela hubiera vivido ahí.


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