El accidente

En mi cabeza todo estaba revuelto y turbio. Fuera, la oscuridad; era luna nueva y no se veía ninguna luz. Al salir de la casa de Claudia, muy adentrada en el campo, me equivoqué de vereda y me perdí.

-No, este no es el camino; no sé dónde estoy; me he vuelto a pasar con el güisqui y así han ido las cosas.

Me torturaban sus últimas palabras:

-Párate un rato en esa vida desquiciada que llevas y busca un espejo de los que están en nuestro interior; intenta reconocer a ese Álvaro que me enamoró hasta extenuarme.

Ya no te reconozco y no quiero verte: quiero que te marches.

Su cara desolada y firme no desaparecía de mi pensamiento. Como un acto reflejo me miré en el retrovisor del coche y no vi nada, pero al volver la vista al frente ya no pude evitarlo: un joven se giraba hacia las luces que le llegaban desde atrás.

Su imagen se tatuó para siempre en mi memoria: el rostro, iluminado por los faros, lo conformaban tres imágenes de sorpresa y pánico: la boca tensa y abierta, los ojos hasta el límite circular de las órbitas y sus brazos, extendidos con las manos en ángulo recto y las palmas mirando hacia mí. Giré bruscamente a la izquierda evitando el choque frontal; el impacto con el faro delantero derecho lo despidió fuera del camino; mi coche derrapó invadiendo el lado izquierdo, dio varios brincos sin control y se detuvo con brusquedad en tierra labrada. El volante y el parabrisas detuvieron mi impulso cinético. No perdí el conocimiento. Aturdido, buscaba el cinturón de seguridad para desabrocharlo y salir. Cuando lo palpé, estaba colgado en su sitio; no me lo había puesto al marcharme de casa de Claudia. Escapé del coche. Me sangraba la cara, había roto el cristal con la frente y me dolía la cabeza y el pecho, pero el golpe me hacía recuperar la orientación y la memoria de lo ocurrido. Al oír gritos de dolor y de socorro, me dirigí hacia el joven.

-¿Dónde te duele? ¿Puedes moverte?

-No puedo mover la pierna izquierda, los brazos, sí. Me duele todo. ¿Qué ha ocurrido?

-Lo siento mucho, me he despistado y te he atropellado. Déjame que te ayude a incorporarte, a ver si te es posible.

-Pero ten cuidado, me duele la pierna, bueno la rodilla.

Pude incorporarlo un poco, pero gritó: la rodilla le dolía mucho.

-Quiero pedir ayuda, pero no encuentro mi teléfono. ¿Tienes uno? le pregunté.

Al sacarlo del bolsillo izquierdo de su chándal, vimos que estaba roto por el impacto.

-Voy a mi coche; el mío tiene que estar ahí. Grita si me necesitas.

-Espera, tienes mucha sangre en la cara -me dijo- coge una botella de agua de mi bolsillo derecho y te lavas un poco, pero con cuidado, no me muevas mucho.

Cuando la tuve me miró:

-Gracias, no me has hecho daño.

-Me lavé los ojos y se la devolví.

-¡Por dios! -pensé- ¡me agradece que no le he haya hecho daño!

Me conmovió de tal forma que tuve que esforzarme para que no lo notara. Creí que no era el momento, pero al ir hacia el coche una maraña de sentimientos se agolparon y casi me atragantan; los dejé salir a través de mis ojos desacostumbrados a dejarse llevar: una vez más me equivocaba; sí, habría sido un buen momento. Los vapores del alcohol habían desaparecido. Recordé el espejo de Claudia y otra vez sus palabras; su última imagen me produjo mucha tristeza; contuve el deseo intenso de llamarla.

Habíamos pasado juntos dos años: el primero de amor imborrable y el otro, devastado por el güisqui, caminaba hacia un epílogo de consecuencias desconocidas.

El teléfono estaba en el coche y también una manta; volví y lo abrigué: tenía que ayudar a ese chico: él, ya se había adelantado.

-Voy a llamar al Samur -¿Sabes bien dónde estamos? -he hecho unos cuantos kilómetros sin saber por dónde iba.

-Sí, no te preocupes, yo les explico, pero déjame que llame primero a Gloria, es mi novia y se va a preocupar.

-Llama primero a la ambulancia, es lo más importante; explícales lo ocurrido y dónde estamos.

Le di el teléfono y pregunté:

¿Vive tu novia cerca de aquí?

-Sí, no muy lejos. Yo había salido a correr cuando ha pasado todo. La pierna me duele menos y creo que la puedo mover un poco.

Le oí hablar con ellos y explicarles nuestra ubicación.

-Dicen que tardarán veinte o treinta minutos. Gloria tardará menos en llegar. ¿Me dejas llamarla?

Tuve ganas de decirle que se quedara con el teléfono y que le enviaría otros dos, los más caros del mercado, para él y para Gloria.

-Claro, por supuesto.

Le contó lo ocurrido con brevedad; Gloria venía de camino, conocía bien la zona.

La calma parecía volver y nos permitió charlar mientras esperábamos.

Se llamaba Ernesto, era ingeniero técnico agrícola, y Gloria, veterinaria; llevaban juntos dos años y habían comprado una casa por esa zona, en el campo; se pensaban casar en verano, los dos trabajaban. Cuando me preguntó a mí, no fui capaz de contarle mi desastrosa vida actual: soltero, me perdí saliendo de cenar en casa de unos amigos, bebí bastante, abogado, mayor que él, pésimo para orientarme, y no, no tenía pareja.

-Sí, tengo todos tus datos y le daré los míos a tu novia.

Gloria, llegó antes que la ambulancia: joven como Ernesto, ninguno había cumplido los treinta. Me saludó con recelo y me preguntó cómo podía haber ocurrido algo así, no cómo había ocurrido. Contesté a sus preguntas; incluso a la que pensé que no lo haría:

-Oye, hueles a alcohol, ¿habías bebido?

-Sí, y de veras lo siento.

-Pues voy a avisar a la policía.

-Estás en tu derecho, lo reconoceré igual que contigo.

Ernesto, miró a Gloria, y después a mi:

-Pues yo no se lo he notado.

-Ya -dijo Gloria- si no vengo se calla.

-Lo ha reconocido Gloria; tú no sabes lo que hubiera hecho si no llegas a venir.

Llegó la ambulancia y casi al mismo tiempo, un coche de la policía municipal.

Los sanitarios nos atendieron a los dos; no creían que la rodilla de Ernesto tuviera una lesión grave, hablaban de ligamentos por el tipo de impacto y tecnicismos que no entendí; el resto, erosiones y contusiones a las que no dieron importancia.

La policía se me acercó, pero hablé yo primero: reconocí que había bebido y soplé.

Mis heridas no necesitaban sutura. La grúa retiraría mi coche y la propia policía se encargaba de dejarme en el hospital para que me reconocieran.

Al pasar en camilla por delante de mí, Ernesto me llamó:

-Gracias por ayudarme -me dijo- Supongo que nos veremos de nuevo.

-Sí, me gustaría, si Gloria me perdona.

-Vamos a ver en qué acaba todo esto -dijo Gloria- ahora no estoy para perdones.

Llevo tres meses sin beber, me es difícil cada día.

No se me borra la cara de pánico de Ernesto, momentos antes del impacto; tampoco la desolación de Claudia ante mi derrota frente al alcohol.

Me sigo haciendo preguntas: y si...el accidente, la bondad de Ernesto, el buen olfato de Gloria, el espejo interno de Claudia...

Me espera mucha travesía aún por delante.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar