Dos amigos
Mario y Luis, amigos desde la adolescencia, se licenciaron en Derecho a finales de los años setenta del pasado siglo. Durante esos años de facultad soñaban con algo distinto y al terminar la cerrera decidieron intentarlo. Ese sueño era un chiringuito en una playa de dunas del Atlántico en la provincia de Cádiz. En esa época, aún existían esos maravillosos lugares semisalvajes, las grandes playas de dunas en las que crecían el carrizo, la grama, las azucenas y los alhelíes de mar, y tantas otras en esa belleza solitaria arrullada por las olas y el viento de levante. Compraron un terreno que les dio para vivienda y chiringuito en el límite donde se iniciaban las dunas hacia el océano. Lo dividieron en dos partes, una más pequeña para vivienda y otra mayor para restaurante. Lo llamaron «Entre el cielo y la mar» y lo convirtieron en un lugar acogedor que atrapaba. El comedor interior ocupado por algún mobiliario y mesas con sillas de anea para cuatro, hacía difícil llegar a la cocina y los baños. El resto, paredes, algunos muebles, el techo o cualquier rincón vacío, lo llenaban docenas de cosas. Fotos, cuadros, libros, figuras, banderas, marionetas colgando del techo, artes de pesca, dedicatorias y objetos inclasificables, algunos de aparente valor junto a otros de mercadillo. Un caos con encanto que hacía volver una y otra vez. Y otro en el exterior, siempre lleno con el buen tiempo. Cerrado por un palenque y techado con cañizo, desahogaba al de interior y permitía la espléndida vista del atlántico y sus olas rizadas de espuma que llegaban sin final. Alrededor gaviotas, charranes, gorriones que se acercaban con cautela o gallinas de pequeñas viviendas cercanas de pescadores que se colaban entre los maderos a picotear.
Mario, agradable y cautivador, se ocupaba de las mesas a su manera. A los amigos simplemente les decía lo que iban a comer, mientras con la cabeza vuelta hacia otra mesa preguntaba qué querían, para también decidirlo él. Con los que no conocía su paciencia tenía un escaso límite. Superado el mismo, se limitaba a un "no nos queda". En los fuegos y las sartenes, Luis, con la ayuda de otra persona, triunfaba con una cocina sencilla y muy esmerada, para una clientela que ya necesitaba reservar mesa.
Y así, con el éxito que tuvieron, transcurrió más tiempo del programado. El año sabático iba ya por dos y medio. Se tomaron unas largas vacaciones con cierre temporal del local un enero, para reabrir antes de mayo.
Mario, se adelantó dos días a Luis, que no llegó solo. Lo acompañaba una bella joven de diecinueve años, Silvia, a quien conoció al comienzo de esas vacaciones. Surgió un amor inesperado que los llevó a vivir juntos.
La aparición de Silvia en la vida diaria de Mario lo deslumbró y provocó tal temporal de sensaciones que se empleó a fondo para conseguir que se hiciera recíproco. Pasaron los días, después las semanas y más tarde, la crisis. Silvia y Mario, se enamoraron y se fueron con su amor lúdico a vivirlo a otro lugar. Luis, a través de terceros, aceptó comprar la parte del chiringuito de Mario, y quedarse con un préstamo, un problema, una amarga decepción y mucha, mucha tristeza. Pasaron los años y la belleza salvaje de las inmensas playas de dunas del atlántico gaditano, se ocultó detrás de ese progreso que paga en edificios clonados y en fealdad, y se salpicó de cemento, piscinas, discotecas y chiringuitos cursis. Mario, tras unos meses de pasión con Silvia, y otros de desinterés hasta su extinción, la dejó sin explicaciones con una simple nota: «Tengo que seguir mi camino, pero no puedo llevarte conmigo. Lo siento» y puso nuevo rumbo a su vida. Inteligente y persuasivo, ejerció con éxito la abogacía.
En todos esos años no llamó a Luis, ni quiso saber nada de Silvia. Tampoco recibió señales de ellos, pero sabía que el chiringuito seguía en pie. Han pasado más de veinte años, se decía, pero es imposible olvidar tantas cosas buenas y malas. Ese pensamiento que un día lo atrapó con fuerza, no cesaba de golpear su mente y herir su corazón. Pero a pesar de dudas, temores e incertidumbres, decidió ir a ver a Luis. Se presentó un día sin avisar. Al entrar, sintió una gran perturbación. Reconocía todo y los recuerdos se agolparon y removieron su conciencia. Sintió que se emocionaba y titubeó entre seguir o darse la vuelta para desaparecer, pero no tuvo tiempo. Oyó una voz conocida:
–¿Mario? ¿Eres tú?
Se volvió y pudo ver a Luis, que salía de la cocina y se acercaba a él. Algunas zonas grises en la cabeza de Luis, e incipientes arrugas en la cara, fueron los únicos signos del paso del tiempo que Mario pudo percibir.
–Sí, soy yo, Luis. Si te importuna mi visita me marcho, contestó.
–Desde luego me sorprende mucho respondió Luis – y siguió– ¿A qué se debe tu visita?
–¿Puedo pasar? –preguntó Mario– preferiría que nos sentáramos y charlar unos minutos al menos.
La sorpresa de Luis, aún no había desaparecido de su rostro al contestarle:
–No sé de qué quieres que charlemos.
–Ni podrás saberlo si no puedo pasar o no quieres hablar conmigo, dijo Mario.
El rictus de la cara de Luis se había relajado:
–Sí, pasa si quieres y siéntate.
Escudriñaba a Mario porque la inesperada visita lo había descolocado y pretendía adivinar algo. Mario, lo miró tras sentarse:
–No quiero nada en absoluto, tengo una deuda contigo que no puedo pagar. Han pasado más de veinte años y me pregunto si nos podremos dar la mano alguna vez.
Luis permaneció callado con la mirada fija en los ojos de Mario. Movía levemente su cabeza:
–¿No has vuelto a saber nada de Silvia? –le preguntó y siguió– porque tienes otra con ella. La dejaste como el que fue por tabaco y todavía lo están esperando, todo un caballero, le dijo con sorna.
–Nada en absoluto. Y es verdad lo que dices, respondió Mario, sorprendido y con gesto tenso.
–¿Alguna vez te has interesado o has preguntado por ella o por mí? insistió Luis.
–Me avergüenza reconocerlo, pero no, no lo hecho. Pero sí he pensado muchas veces en los dos, contestó Mario, con la mirada perdida en el océano.
–Luis se levantó de la silla – ¿Me disculpas un momento?– dijo al marcharse. Volvió a los pocos minutos acompañado de Silvia, que miró a Mario, y lo saludó con sequedad:
–¿Qué tal estás?
Mario balbuceó al responder:
–Muy bien, Silvia, me alegro de verte.
–No puedo decir lo mismo. Me vas a perdonar, Luis, pero te dejo, estoy muy liada, dijo Silvia al despedirse y salir.
Luis, se dirigió a Mario:
–Ahora eres tú el sorprendido, aunque no debería extrañarte la actitud de Silvia. Pues sí, Mario, después de esa locura transitoria, Silvia y yo nos casamos, somos muy felices los dos con nuestro hijo Luis. Está en la Universidad haciendo arquitectura. Entenderás que tu visita no es oportuna.
–¿Y no tenéis más hijos? preguntó Mario, sin apenas escuchar.
–No, nos plantamos después de nacer Luis, le respondió.
–Y qué edad tiene vuestro hijo, cuando nació? ¿Cómo es? volvió a preguntar con nerviosismo.
–Tiene veinte, Mario, pero si lo que te preguntabas es si nos podríamos dar la mano algún día, mi respuesta es sí. Te la daré ahora al despedirte, porque tenemos mucho trabajo y no puedo atenderte.
–Ya, lo entiendo Luis, tal vez algún día podamos continuar esta charla, dijo Mario al levantarse.
–Tal vez, quien sabe, esta u otra.