Delfines
–Carmen, mañana me llevo al niño a la mar. Vamos a tener calima y ya es hora de que conozca el oficio. Por si le gusta, yo no lo voy a obligar, pero siempre anda preguntándome por la pesca; y que lleve la ropa más vieja que tenga.
–Vale Juan, ahora con la calor, y que está de vacaciones, es buen momento; pero no te vayas a olvidar que solo tiene diez años.
Sin haber podido dormir por la excitación, ese día salí por primera vez al mar; aunque no elegí el oficio de mi padre, cada vez que me era posible, iba con él a pescar. Estudié Ciencias del Mar en Cádiz y podría decir que hice las dos carreras al tiempo, la universitaria y la de marinero pescador.
Algunos años después de mi primera salida, fui testigo de un suceso cuya explicación nunca llegaré a saber, pero me confirmó que lo inverosímil o lo fantástico, deben separarse de lo imposible.
Mi padre era dueño y patrón de un barco arrastrero de popa pequeño, en un pueblo de la provincia de Cádiz. Heredado de mi abuelo, era vetusto y de madera, de los pocos que iban quedando, y el más pequeño de los de su tipo en el puerto. Pero en él me hice marinero pescador desde los quince años. Tenía dieciséis metros de eslora y necesitaba poco personal.
Estos pesqueros van provistos de una red, el arte, con forma de embudo, que lleva flotadores por arriba y plomos debajo para mantener la máxima apertura por donde va entrando todo lo que encuentra a su paso.
–El nuestro es un oficio duro que se puede llegar a querer, me decía mi padre, un buen hombre al que quise y admiré. Como él, con los años pude compartir sus sentimientos hacia el mar y la pesca.
Aquel triste día, uno de los marineros pescadores del barco, no pudo venir por encontrarse enfermo. Lo sustituyó un joven con poca experiencia que mi padre aceptó por el apremio en salir.
Era verano. A las cuatro de la madrugada, aún de noche y con una calma que permitía oír nuestra respiración entre una y otra ola, nos hicimos a la mar. Después de muchas millas navegadas desde tierra, vimos el hermoso espectáculo cada día distinto, del crepúsculo de la mañana, el alba, en el horizonte de nuestro rumbo de levante.
Al mediodía se había subido la red, o el copo como se le llama, un par de veces con pesca abundante. El calor obligaba al descanso después del guiso de rape, que solía ser nuestro desayuno. Se echó de nuevo el arte y los que pudimos, nos dejamos llevar a la sombra por el sopor y la calima.
Nos despertaron los gritos de un marinero y otro sonido que todos pudimos identificar.
Vimos al novato sacar del agua con dificultad a una cría de delfín de un metro de largo, atravesado por un arpón que le había arrojado desde la borda. Daba sus últimos y débiles coletazos. Moribundo ya, emitía unos sonidos apenas perceptibles. Pero los silbidos y chasquidos claros e intensos, los gemidos constantes y desesperados que te desgarraban el corazón, provenían de una hermosa hembra de delfín de unos seis metros de longitud, cuyo espiráculo llegaba a nuestra altura. Todos supimos que era la madre del pequeño que yacía muerto en el interior del barco. Lloraba sin cesar con lágrimas reales como nosotros.Tuvimos que sujetar a mi padre que, con el arpón que arrancó del pequeño delfín, se dirigía a quien lo había matado.
Lleno de ira, resultaba irreconocible. Su mirada iba de la madre de la criatura sin vida, al irresponsable que no entendía la ira del patrón al que trataban de calmar.
Nunca lo había visto tan lleno de rabia. El resto de marineros también lo miraban asombrados sin decir nada. El más viejo de ellos, que salía con mi padre desde hacía muchos años, le gritó al novato:
–Vete abajo y no vuelvas a subir. Quítate de en medio.
Sin saber muy bien qué hacer, mi padre optó por devolver al mar el cadáver del pequeño delfín. Su madre lo sostuvo con su hocico alargado fuera del agua, y se fue alejando hasta que la perdimos de vista.
Aunque los pescadores no son muy amigos de los delfines, ni de ningún animal que se alimente de pescado, no eran indiferentes ante esa muerte cruel e inútil.
Se terminó la faena de ese día y una vez recogido y preparado el barco para el siguiente, nos tumbamos a descansar con un triste y amargo pensamiento enredado en cada uno.
Mi padre se apoyó en el balcón de proa y miraba a la mar en la penumbra del atardecer. Oyó borbotear el agua y pudo ver la silueta de un delfín adulto por delante del barco.
Al amanecer del día siguiente, vimos de nuevo a la madre del pequeño delfín ya sin él.
Nos seguía sin que ninguno pudiéramos explicarnos el porqué. Salvo, tal vez, mi padre.
Lo vimos sentarse en la borda de estribor de donde no se apartaba el gran delfín que, con menor intensidad, gemía cada vez que sacaba la cabeza del agua mirando a mi padre. Quise acercarme a él y me pidió que lo dejáramos solo.
–Tengo que hablar con ella –me dijo– seguid vosotros con la pesca.
No nos atrevimos a preguntarle nada. No le molestamos. Nos pareció que hablaba y lloraba. Así permaneció toda la mañana.
Al mediodía me acerqué a él. Tenía un semblante triste y parecía abatido. Me miró y me dijo:
–Estas criaturas, David, no son como las demás, éstas tienen alma, sienten como nosotros y lloran cuando pierden a sus seres queridos, especialmente a sus hijos, que no se separan de la madre durante los tres primeros años de su vida. No entendemos su idioma de silbidos y chasquidos, pero hablan, y yo creo que nos entienden. Le he pedido perdón por lo que ha hecho ese ignorante. No sé por qué nos sigue.
Continuó a nuestro lado hasta el atardecer en que desapareció, pero volvió al siguiente día, y también al otro en que regresábamos, y ya cerca del puerto, dejamos de verla.
Durante los dos años siguientes nos acompañaba con una inusitada frecuencia. Eran pocos los días que no la veíamos. No todos nos creían y siguen sin creerlo.
Mi padre no permitió nunca hacer fotos de ese delfín. Esa prohibición, la hizo condición inexcusable para todo el que quisiera enrolarse en su barco, incluyéndome a mí.
La única vez que le pregunté el porqué de ello, me contestó airado:
–Nosotros asesinamos a su hijo ¿porqué queréis hacerle fotos? ¿fue algo para recordar con fotografías?
Lo comprendí y asentí con la cabeza.
La última vez que la vimos, una cría saltaba a su lado y la seguía. Mi padre se sentó en la borda de estribor para observarlas. En su rostro se veía una amplia sonrisa. Dieron varias vueltas alrededor del barco y desaparecieron.
Nunca volvimos a verla.