Así son las cosas

Había caído la noche hacía dos horas, no cesaba de llover intensamente y todos los empleados se habían marchado. Estaba fatigado física y mentalmente. Sin salir de mi despacho desde las siete de la mañana, a mediodía comí unos bocadillos y seguí enmarañado en las dificultades que atravesaba mi empresa. Tres crisis en poco tiempo es un equilibrio inestable, casi al borde del desequilibrio. «Es hora de parar, Andrés» me dije a mí mismo. Dejé todo como estaba y me marché. Mañana escampará, la lluvia claro.

Al salir del garaje, la escasa visibilidad por el gran aguacero hacía muy incómodo conducir.
Lo hice aminorando la marcha mientras se intensificaba la lluvia.
«No sé si podré seguir así, no veo un carajo». Eso pensaba yo en el instante en que los dos faros de otro vehículo se cruzaron con el mío deslumbrándome por unos instantes suficientes para hacerme perder el control del coche. Lo estampé contra un bolardo metálico. El impacto lo inmovilizó e hizo saltar el airbag. Quedé aturdido, pero podía moverme. Salí como pude del coche y me pareció ver que se acercaban dos personas con sus impermeables y capuchas. ¡Tengo suerte, pensé, viene ayuda!
El primero se acercó a mí y con sus dos manos agarró mi brazo derecho, mientras el otro me colocaba un cuchillo sin miramientos en el costado izquierdo sujetando con la otra la mía.
Noté perfectamente que me pinchaba. ¡Danos todo lo que llevas, cabrón, o te rajo!
Lo oí entre mi aturdimiento y el ensordecedor diluvio sin reconocer la realidad de lo que pasaba. No pude pensar y de un tirón liberé mi brazo derecho. El codo debió romperle la nariz  haciéndole tambalearse hacia atrás entre gritos, pocos segundos antes de que yo aullara de dolor al sentir el cuchillo herir mi costado izquierdo provocando un corte por donde se me escapaba la vida. Se me doblaron las rodillas y caí al suelo sobre el desgarrado lado izquierdo del que manaba algo caliente que se mezclaba con la lluvia.
Semiinconsciente, con lo que me quedaba de visión los veía registrarme, guardándose lo que iban encontrando.
Y de repente, en medio de la tenebrosa oscuridad y la lluvia implacable, pude oír un grito.
-¡Eh, eh, ladrones, dejadle! Y de nuevo ¡Policía, policía!
Miraron en su derredor y echaron a correr.
El que gritaba se acercó a mí. Apenas podía verle, mis ojos nublados se debilitaban y mi entendimiento se iba. Me movió, noté una fuerte presión en la herida, pero no dolió en exceso. Solo me quejé sin gritar.
-No te muevas, dijo, tengo que apretártela mientras llega la ambulancia, sangra mucho. Ya he llamado a emergencias y una ambulancia y la policía, están viniendo-.
Sin noción del tiempo, creí oír sirenas mientras él seguía hablando y repitiéndome una y otra vez sin dejar de apretar mi herida, que no debía dormirme. En algún momento me debí desvanecer pensando en esa voz que me estaba ayudando. Esa voz...
Después, un sueño desagradable, una pesadilla. Estaba tumbado en el suelo del salón de mi casa mirando un cuadro que transmitía placidez con vacas en un prado, algunas sentadas, otras de pie, y todas se movían dentro del cuadro. Un flujo de sonido intermitente me despertaba, pero cuando quería incorporarme algo me atenazaba al suelo sin permitir que me moviera. No podía respirar bien y sentía dolor al intentar forzar mi respiración. Lo intenté con más fuerza y debí gritar. Una voz me llamó: ¡Andrés, Andrés! ¿Cómo te encuentras? ¿Me oyes? Entreabrí los ojos: «Te oigo, Almudena, pero me duele respirar y hablar» «No lo hagas, descansa, ya ha pasado todo. Estás en el hospital y te vas a curar, no te preocupes»
Dos semanas más tarde estaba en mi casa, aún convaleciente.
Poco a poco me fueron contando lo que yo dejé de saber al quedar inconsciente. Me operaron de manera casi inmediata. Tenía un pulmón perforado pero el cuchillo pasó lejos del corazón. Estuve dormido y sedado casi dos días y ya fuera de peligro según los médicos. Salvo complicaciones, como siempre dicen.

Los doctores del Samur que me atendieron comentaron al llegar al hospital, que la llamada de una persona advirtiendo que se trataba de una puñalada muy cerca del corazón y su actuación al taponarme la herida con fuerza y mantenerme consciente, probablemente evitó males mayores.                                         

 ¿Qué males mayores, Almudena? pregunté: «Pues...ya sabes» respondió.

Esa persona desapareció al hacerse cargo de mí los médicos de la ambulancia. Al parecer, la policía intentaba localizarlo por si pudiera aportar algo en la investigación. Cuando estuve en condiciones para ello, me tocó responder a mí. A los dos inspectores que vinieron, les dije que no pude ver la cara de ninguno de los que me atracaron. Lo poco que hablaron me pareció español.                                         

En los bolsillos solo llevaba mi documentación, algo de dinero, tarjetas, nada relevante.                                  

No les pude ayudar con los atracadores.

«¿Tampoco recuerda nada de la persona que le ayudó?»                                                                                                       

 -Me temo que no, tampoco le vi la cara. Llevaba impermeable, capucha, bufanda, aunque su voz... esa voz me resultaba muy conocida.                                                                                                                                                   

 «Bueno, dijeron, parece que hay una cámara de vigilancia en un bar con iluminación a la entrada por donde pudieran haber pasado y la estamos revisando, aunque las imágenes de esa noche no son buenas. Seguiremos en contacto».

A los tres días volvieron. Habían identificado al que me ayudó. Tras marcharse con la llegada de la ambulancia se dirigió al bar quitándose la capucha y la bufanda antes de entrar.                                                 

 «Se marchó, nos dijo, porque tan solo vio dos sombras encapuchadas huyendo en la oscuridad y en la lluvia. No podía ser testigo de nada. Y que le conocía a usted muy bien. Al parecer fue directivo de su empresa hasta hacía un año en que fue despedido. Aún seguía en el paro».                                                                 Nos enseñaron las fotografías.                                                                                                                                                           

Al verlas, Almudena y yo, lo reconocimos de inmediato. Nos miramos y a los dos nos produjo una gran pesadumbre que cambió nuestro semblante.                                                                                                                               

 -Qué triste por dios, es Luis- dijo Almudena.                                                                                                                              

 -Así son las cosas, respondió uno de los policías.                                                                                                                      

-Me alegro mucho que lo hayan identificado, dije yo, los otros dos me importan menos. Espero saber qué hacer. Muchas gracias, inspectores. Seguimos en contacto.

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